• 08/07/2021 00:00

Entre lo paranormal y el deber ser

“Entre más se distancia la Asamblea de la realidad, mayor será su decadencia… para desgracia de la democracia”

Suele darse el sobrenombre de “primer órgano del Estado” a la Asamblea Nacional. Algunos, desprevenidamente, podrían pensar que, por razón de aparecer de primero en la Constitución, cuando de los órganos que ejercen el poder público se refiere.

Otros, debido a que su conformación es más amplia que las del resto y, que, al establecer la Constitución, que su composición será garantizando el principio de representación proporcional; están presentes todas las corrientes relevantes de la política nacional.

Una mirada un poco más profunda, nos lleva a la teoría de la separación de los poderes y, de allí, a las ideas constitucionales del liberalismo francés (Siglo 18). Más directamente a las ideas de los grandes “influencers” de la época, John Locke y el Barón de Montesquieu (aquel que dijo de sí mismo que, sería más leído que comprendido).

La Asamblea Nacional tiene como su más conocida función la legislativa -elaboración y expedición de leyes-, sin embargo, son muchas otras las que le mandata la Constitución y, ciertamente son estas las que más destacan en su rol como “primer órgano del Estado”.

Una de esas atribuciones es la de control y fiscalización, componente central de la teoría de la división de poderes (y no una excepción a la misma). El ejercicio independiente y pleno del control se convierte en herramienta indispensable para que exista el equilibrio necesario para el buen ejercicio del poder público y el respeto de las libertades de los ciudadanos.

Al final todo esto guarda relación con el ejercicio saludable de un sistema democrático que tiene como fin último la felicidad de los habitantes de una nación.

Para su normal funcionamiento y el adecuado cumplimiento de sus funciones, la Asamblea elige, cada año, a quien presidirá dicho órgano. Una de las razones es para que quien presida represente la mayoría de los diputados, teniendo en cuenta que esas mayorías pueden ser cambiantes.

No obstante, la realidad demuestra que la competencia por el puesto tiene motivaciones de otra naturaleza, que van desde obtener poder político para influir en otros órganos del Estado e instituciones hasta la administración de privilegios, muchos extravagantes e inapropiados. Nada más lejano al deber ser.

En ocasiones pienso que por el desconocimiento del deber ser, en otras palabras, aquello que sea lo correcto y mejor para la vida en sociedad, termina sucediendo lo peor y, lo que es más grave, sin que los ciudadanos puedan identificar que eso les perjudica.

La Asamblea es un órgano colegiado que, a su vez, tiene una composición políticamente diversa, intrínsecamente conflictiva y naturalmente de confrontación, que requiere de una dirección con características mínimas para el cumplimiento de sus funciones.

En primer lugar, hay que tener muy presente que el presidente de la Asamblea no se asemeja al presidente de la República. No es jefe de sus colegas, como sí lo es el presidente de sus ministros. La Asamblea no es un órgano jerarquizado, no existe distinción entre sus miembros por ninguna razón. Su legitimidad está basada en su elección y en la decisión del resto de los representantes que lo convierten en un “primus ínter pares” (primero entre iguales), así ostenta algunas facultades casi honorarias para servir al cuerpo colegiado en el que todos tienen la misma condición y dignidad.

Ante esa definición del cargo, todo indica que el mejor desempeño llevaría relación con una sólida experiencia parlamentaria y conocedor de sus normas; dotado de una autoridad moral que le permita ser respetado; que pertenezca a la mayoría que lo elige pero, a la vez, se desempeñe con imparcialidad; que sepa articular consensos y comprenda que la fuerza del cuerpo está en su unidad en lo fundamental; que respete y haga respetar los derechos de sus adversarios y que, con buen talante, sea interlocutor en el cumplimento del mandato constitucional de la “armónica colaboración” con los otros órganos del Estado. El ejercicio de su función de presidencia en las sesiones públicas debe demostrar estos atributos, pero, ciertamente, serán imprescindibles en su actuar no público.

Estos planteamientos adquieren mayor relevancia enfrentados a una pandemia que exige de todas las autoridades mayor compromiso con la solución de las graves necesidades nacionales.

Visto lo sucedido el primero de julio pasado en Asamblea, surge la reflexión lógica: no se merecían los miles de panameños fallecidos en pandemia, sus familias, un pueblo que tiene grandes necesidades y un país entero que aspira a salir adelante, la convocatoria a acciones de unidad entre los 71 representantes de ese pueblo; antes que el acto paranormal del que fuimos testigos, en el que queda claro que cuando la Asamblea Nacional para tomar decisiones necesita estar rodeada de la Policía, algo está pasando mal y, es mucho más que la elección de su presidente.

Entre más se distancia la Asamblea de la realidad, mayor será su decadencia… para desgracia de la democracia.

Abogado, presidente del Grupo Editorial El Siglo - La Estrella de Panamá, GESE.
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