• 18/12/2021 00:00

La muerte de dos amigos

“[…] deberíamos acordar una primordial importancia a nuestro comportamiento […] y sustentarlo sobre algunos valores espirituales, como el respeto, la tolerancia, la honestidad, el agradecimiento, la generosidad, la solidaridad…, […]”

“Partir, c´est mourir un peu” (“marcharse, es morir un poco”), verso sacado del poema “Rondel del adiós”, del dramaturgo y poeta francés Edmond Haraucourt, quien vivió a caballo entre los siglos XIX y XX. Al verso del literato, me vais a permitir que añada: “mourir, c´est partir pour toujours”, es decir, “morir es marcharse para siempre”. Al aludir a la muerte, no pretendo de ninguna manera emitir opiniones sobre este tema y sus distintas interpretaciones, según las culturas o religiones. Además, no soy un teólogo y, por lo tanto, poco o nada voy a aclarar sobre esta cuestión, puesto que seguramente estaría metiéndome en un berenjenal, un terreno pantanoso, del cual no sabría cómo escapar. No tengo una idea definida sobre este particular, más allá de las teorías expuestas por la ciencia, por lo que no haré ninguna digresión y me circunscribiré rigurosamente al epígrafe del artículo. Pero me hago muchas preguntas relacionadas con ella, porque no sé qué ocurre después de que uno se muere. ¿Hay otra vida después de la muerte? Me acuerdo de que mi madre, aquejada de múltiples patologías y con el pensamiento revoloteando sobre el final de su vida, comentó en más de una ocasión a su querido hijo: “¿por qué uno se tiene que morir?”. Era una frase que me ponía triste, pero intenté siempre restarle importancia y no contestar, porque sabía que esta reflexión en voz alta englobaba muchas sutilezas, ya que nuestra conversación, a veces, no discurría por estos derroteros y por lo tanto intuía lo que rondaba por su cabeza, algo que cada vez me entristecía más.

Siendo facultativo y en mi recorrido vital, solo vi fallecer delante de mí a una persona, con quien tuve una relación muy cercana, puesto que era mi virtual suegro, el padre de una colega, antigua pareja que conocí en la facultad, por quien tengo un especial afecto y con la cual sigo manteniendo una encomiable relación. Era el año 1986, al padre de Marisa le diagnosticaron un carcinoma de pulmón, de estadio ya avanzado, que iba mermando paulatinamente su salud. Falleció un día de agosto de aquel año y presencié en Gijón su desenlace, su agonía, postrado en una cama desde hacía un mes, sus estertores, una imagen que, pese a los años transcurridos, se ha quedado grabada en mi retina y en mi memoria y que me sacudió emocionalmente, sobre todo porque era el padre de mi pareja y también la primera y única vez, hasta ahora, que he sido el testigo ocular de una tan tétrica situación.

Más de tres décadas después, en febrero de 2020, falleció Romel, un compañero médico haitiano. Con él me unía una estrecha amistad; nos conocimos en Madrid a nuestra llegada a España. Estudiamos juntos en la Facultad de Medicina de Sevilla y él se caracterizó por ser un alumno responsable, muy disciplinado e inflexible a veces. Desde Haití, practicaba con excelencia el fútbol y el voleibol, y en los campeonatos de futbito latinoamericano, que otrora se organizaban en la capital andaluza, hace ya varios decenios, representaba con un enorme orgullo al equipo haitiano y defendía con ardor sus colores. Era una buena persona y puedo decirlo en voz alta, porque lo traté durante mucho tiempo, sobre todo en los diez últimos años antes de su fallecimiento. Fue para mí un golpe tremendo cuando me informaron de su muerte, arrastrando el Alzheimer. Vivía desde hacía un par de años entre Miami y Sevilla, adonde con frecuencia venía acompañado de su mujer, Elsie, a pasar unos días. Pese al progresivo declive de su salud, su deceso me afectó mucho, una herida emocional más a la cual nos cuesta un gran trabajo acostumbrarnos. Presidente de la asociación “Haití Siglo XXI”, que se creó a principios del año 2000 y a la cual se entregó con todo su aliento, ahí demostró con creces su valía, sus dotes de administrador y parecía disfrutar del papel que le habíamos asignado. Fuiste un buen amigo y me acordaré siempre de ti.

Si la muerte de Romel me afectó mucho y poco a poco me voy recuperando de esta pérdida, un trabajo del que se encarga también de ejecutar el tiempo, no es menor el dolor que sentí cuando fui informado de la defunción de Mari Carmen, también médica, compañera de la facultad, y que falleció el 29 del mes pasado. Superó anteriormente un carcinoma mamario, y posteriormente golpeada por un cáncer de endometrio, no resistió al agresivo tratamiento que le fue prescrito; le tenía mucho aprecio y sin duda fue algo mutuo. Desde que supe el inicio del deterioro de su estado de salud, hace más de un año, no escatimaba mandarle mensajes para informarme puntualmente de su evolución e infundirle ánimo, cuando, algún día me percaté de que su resistencia y su moral flaqueaban, algo que ella me agradeció diciéndome en esta ocasión que siempre supo que yo era una buena persona, a lo cual contesté de forma escueta que los amigos, sobre todo, están para eso. Se me olvidó felicitarle en su última onomástica, el 16 de julio pasado, y algunos días después me lo reprochó con la dulzura que le caracterizaba, confesando que había echado de menos una llamada mía este día. Reconozco que, desde su óbito, pese a que fue la crónica de una muerte anunciada, mi dolor es agudo, mi aflicción es enorme. ¡Que descanses en paz, Mari Carmen! Créeme, te guardo en mi corazón.

Desde los albores de la humanidad, las ideas sobre la muerte no han dejado de perseguir al Hombre y muchas preguntas se han quedado todavía sin respuestas. La religión, la ciencia tradicional y las ocultas, y la parapsicología no han aportado más luz sobre el devenir “post mortem”, y el Más Allá sigue siendo una gran incógnita. Las diversas teorías sobre la inmortalidad del alma, como, por ejemplo, la metempsícosis o transmigración de la psique a otro cuerpo después de la muerte, son muy controvertidas. Al margen de esta trascendental curiosidad filosófica, a nivel personal, pienso humildemente que deberíamos acordar una primordial importancia a nuestro comportamiento o estancia terrenal y sustentarlo sobre algunos valores espirituales, como el respeto, la tolerancia, la honestidad, el agradecimiento, la generosidad, la solidaridad…, por citar algunos.

Concluyo refiriéndome a una informal conversación que tuve con un apreciado compañero, quien, estando un día muy inspirado, me gratificó con esta reflexión: “la vida pasa raudo, nos entretenemos en frecuentes preocupaciones fútiles e insensatos personalismos, pero se nos olvida muchas veces demostrar nuestros más nobles sentimientos a las personas que amamos: nuestros padres, hijos, hermanos, familiares, los amigos que tenemos y la persona a la que amamos. Se nos descuida, muchas veces, decirles cuánto les queremos”.

Médico-psiquiatra.
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