• 28/12/2022 00:00

Nieve de Navidad

En la cultura del hemisferio norte, todos los países utilizan el invierno de contexto a la fiesta, más grande alrededor del planeta

Pareciera una redundancia mencionar nieve y Navidad en una misma frase. Por lo general cualquiera supone que existe una íntima relación entre ambas y que los festejos de fin de año y toda la historia de la natividad de los católicos está relacionada con tal condición climática. Aunque se sabe que, en la cultura del hemisferio norte, todas las celebraciones sí utilizan este tiempo del invierno como contexto de quizás la fiesta, más grande alrededor del planeta.

En los países donde tal tiempo blancuzco escapa a la realidad, los niños, sobre todo, la imaginan y crean efectos con cuanto ingrediente: algodón, harina —recuerdo que en la escuela se utilizaba una mezcla de jabón Ivori para emblanquecer las palmeras de las escenografías pascuales— y otros recursos que la imaginación produce para estos efectos. Lo importante es crear la ilusión, aunque se viva en el más infame calor tropical.

Nevar impresiona para quienes conocen esta etapa cruda de las estaciones. Aquellos que no están relacionados con tal suceso imaginan que es un espectáculo juguetón y coyuntura para divertirse con muñecos de nieve, a los que aluden las historias literarias y el extenso cancionero dedicado a este tiempo. Sin embargo, es un momento lleno de diferentes instancias que van generando rigores para toda la población, según las regiones.

Mi primera experiencia tuvo lugar en la República Democrática Alemana, hace mucho tiempo. Era muy joven y había viajado para asistir a un festival de cine en la ciudad de Leipzig. Desde Berlín partí con mis anfitriones, un equipo de la televisión de ese país y decidimos quedarnos en un hotel en el camino. En la madrugada, escuché unos golpes en la ventana y me levanté a ver qué sucedía y pude mirar que todo alrededor estaba blanco.

Era una experiencia impresionante y en la mañana, antes de desayunar salí a experimentar la sensación de palpar esa especie de alfombra que cubría el suelo y los matorrales. Las ramas de los árboles se habían llenado de este material que colgaba de pinos y abedules para cambiar su perfil verdoso. Al seguir el trayecto, noté que toda la carretera había cambiado y ahora había que tener mayor cuidado con tal blancura en el paisaje.

Pasó mucho tiempo para que volviera a ver tal panorama y ocurrió en Ecuador, mientras atendía un curso de periodismo. Organizaron una excursión a la montaña de Cotopaxi y allí llegamos un grupo de colegas para intentar subir una parte de su intrincada elevación. Sólo alcanzamos a llegar al primer refugio y nos llenamos de nieve, de su frialdad y parecía una aventura juvenil el lanzarse los copos.

El año pasado, hacía un recorrido de España a Francia a través de los Pirineos, y recibí la noticia que había nevado la noche anterior y las montañas empezaron a mostrar la escarcha del temporal. Los bosques se blanquearon y las carreteras, cambiaron de color por la interminable lluvia de gélidas hojuelas que caían. Al pasar por la histórica estación de tren de Canfranc parecía que presenciábamos una escena en blanco y negro del cine europeo.

Hace unos días en Dayton, Ohio, Estados Unidos anunciaron que llovería y luego en la tarde, nevaría. Yo estaba de visita en esta ciudad y me dispuse a ver cómo se desenvolvería este pronóstico. En efecto, empezó a llover, pero no ocurrió nada. “Por lo general, cuando el cielo se pone rosado, es que viene la nieve”, me dijeron. En la madrugada, sentí que todo estaba muy claro y fui a ver a través de la ventana: el cielo tenía el tono y todo estaba blanco.

La nieve cubría absolutamente todo y este frío mayúsculo, al amanecer de la Nochebuena, era antecedente de ese espíritu que une a las familias, amigos conocidos y extraños en una cálida relación global.

Periodista
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