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- 28/09/2008 02:00
Limitar las armas, limitar los odios
Es de alabar cualquier esfuerzo por eliminar la producción, distribución y uso de armas destinadas a matar de modo indiscriminado a personas inocentes, o a provocar enorme daños durante periodos de tiempo muy prolongados.
En cierto sentido, algo se logró cuando 109 estados se comprometieron el 30 de mayo de 2008, en la Conferencia de Dublín, a trabajar en la eliminación de las bombas de racimo. Algo... pero queda mucho por recorrer, pues países tan poderosos como los Estados Unidos, Rusia, China y La India se negaron a apoyar esta conferencia.
La lógica de cierta industria militar es simple: producir armas destinadas a una destrucción radical del “enemigo”, crear instrumentos de muerte capaces de provocar miedo a través de la mayor “eficacia” de bombas, explosivos, minas, misiles, cohetes, incluso (es algo de un pasado no muy lejano) gases altamente tóxicos.
Esa lógica de la eficacia arranca de una lógica mucho más profunda: la que nace del odio, del deseo de venganza, del afán de poder, del desprecio hacia los que son considerados como inferiores.
La lógica del odio ha llevado en el pasado a usar realidades muy sencillas (el fuego, la piedra, la madera, algunos minerales) para el mal, para la muerte. Con el pasar del tiempo, esa misma lógica ha usado el desarrollo industrial y el progreso técnico para construir armas cada vez más destructivas, hasta llegar a aquellas que manipulan la energía nuclear para su uso en bombas con posibilidades incalculables de daño.
Por eso, el esfuerzo para eliminar la producción de armas asesinas necesita estar acompañado por una campaña profunda, a todos los niveles, que lleve a promover una cultura de la paz, del amor, del respeto, de la acogida. Esa cultura reducirá los arsenales, sobre todo en países en los que la miseria de millones de personas convive con la compra indiscriminada y abusiva de armas por parte de las autoridades o por grupos armados que se declaran, cínicamente, “libertadores”.
Esa cultura promoverá, no podemos olvidarlo, en países que se declaran pacifistas, una cultura que evite ese delito silencioso y continuo del aborto, en el que miles de vidas inocentes son eliminadas cada año.
Esa cultura llevará, en definitiva, a una nueva etapa en la historia humana, desde el reconocimiento de una justicia superior, que viene de Dios y que nos hace ver al otro como hermano.
Entonces será posible forjar “de las espadas azadones, y de las lanzas podaderas”, porque “no levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (cf. Is 2,4), sino que todos invertirán lo mejor de sí mismos para construir un mundo más solidario, más justo, más abierto al amor.