• 18/04/2024 07:07

Ayacucho, libertad y juventud decimonónica

El conflicto generacional que las guerras de la independencia llevaba implícito “representaba el desmoronamiento de estructuras, de valores y de formas de organización tradicionales de la sociedad...”

La proximidad del bicentenario de la Batalla de Ayacucho (1824) que significó el nacimiento de la América meridional española a la vida republicana viene generando reflexiones académicas sobre las líneas historiográficas tradicionales que abordaron estos hechos. Uno de los vectores bajo reanálisis es el de la juventud y el proceso de independencia, es decir, el estudio de las vocaciones, compromisos, convicciones o casualidades que llevaron a los jóvenes a enfrentarse como combatientes en los campos de batalla de Sudamérica entre 1809 y 1824.

Vargas (2015) utiliza la analogía de “la bella durmiente” -que previamente había usado W. Benjamín en 1911 respecto a la juventud que caería en las trincheras de la Gran Guerra tres años después- para describir el despertar de la juventud latinoamericana que, tocada por el beso de la Ilustración, la saca de un letargo y la arroja a una modernidad de ensueño, a un paradigma romántico donde se percibía a los jóvenes “como el sustrato natural de la renovación y reforma de la sociedad”. El conflicto generacional que las guerras de la independencia llevaba implícito “representaba el desmoronamiento de estructuras, de valores y de formas de organización tradicionales de la sociedad, los que se habían mostrado incapaces de dar respuestas satisfactorias a las transformaciones sociales” que se deseaban imprimir y que la juventud pensaba que se hallaban en el establecimiento de un nuevo modelo político -el republicano- que permitiese nuevas formas de desarrollo individual y de asociación colectiva. Desde este punto de vista, la juventud independentista experimentaba una doble crisis, generacional y social.

Sin embargo, esta rebelión -espiritual en primera instancia- apoyada por el pragmatismo y el racionalismo que imperó en la época, constituía una característica de los jóvenes pertenecientes a las élites virreinales -tanto de los que escogieron el bando patriota como de los que eligieron la lealtad al Rey- pero ¿qué decir de los miles de combatientes jóvenes iletrados? ¿de aquellos que eran indígenas o afrodescendientes enlistados en los ejércitos en liza? O ¿de los extranjeros que venían a participar en conflictos que no eran los suyos? Esta voluntad “romántica y juvenil” contrastaba con las levas forzosas, las incautaciones, las deserciones y la paga de mercenarios que quince años de guerras produjeron.

Luqui (2014) sostiene que, entre 1810 y 1821 “la casi totalidad de los elementos en lucha eran milicianos americanos (criollos o aborígenes), tanto en el Perú como en el Alto Perú”. Indica que en el ejército del Rey los españoles “nunca llegaron a ser más de un 30 o 35% de la tropa” antes de 1814. Sin embargo, este porcentaje cambia drásticamente entre 1815 y 1822 cuando la mayoría americana llegó hasta un 90% de la tropa virreinal. Esto explica, en parte, que investigadores como Pérez de Antón (2021) postulen que la guerra de independencia fue una “guerra civil” entre latinoamericanos.

Los indígenas fueron reclutados para uno y otro bando para cubrir sus bajas en combate, eran levados en sus lugares de origen “las más de las veces por la fuerza y destinados a los cuerpos de línea o milicias, previa instrucción del uso de las armas y las voces de mando. Fue un constante problema para los mandos -patriota y virreinal- el idioma de esta tropa, puesto que en la inmensa mayoría sólo hablaban su lengua nativa -el quechua o el aimara- por lo cual los oficiales debían conocerla para poder dirigirlos” (Luqui, 2014). El soldado indígena era descrito como “incansable andarín, sobrio, valiente y disciplinado” y “contrariamente a lo que comúnmente se cree los indígenas andinos fueron fieles a España durante la Guerra de Independencia” (Luqui, 2014) aún durante la importante sublevación de Túpac Amaru II en 1780. Respecto a las unidades de “Pardos” o “Morenos Libres” del ejército virreinal se afirman cosas similares sobre su valentía aunque este grupo fue más propenso a la prédica patriota y se les ve combatiendo a su lado.

El estudio de Luqui aborda la edad de los rivales en lucha que, usando el método de Marchena (1983), fija en 38 años en promedio. Respecto al Ejército Real del Perú, de restársele el segmento de oficiales y clases que, en 1822, superaban los 43 años, el promedio de edad queda en 29 años. El ejército patriota estaba en una proporción cercana a esta (27 años) cuando se produce la batalla de Ayacucho. Se trata pues de la juventud latinoamericana que se da cita en la Pampa de la Quinua aquel 9 de diciembre de 1824.

Los Padres y próceres de las distintas patrias sudamericanas que concurrieron a Ayacucho hace doscientos años, intimaron y entendieron a la juventud de su tiempo y por ello proclamaron que ella era “el sujeto político destinado a producir un cambio sociocultural cuya radicalidad desbordaría las instituciones tradicionales” para forjar así un republicanismo autóctono (Vargas, 2015). Ideal en el que el Continente aún está inmerso y que lucha por sacar adelante.

El autor es embajador peruano
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