• 04/12/2025 00:00

CEPAL: ¡Panamá es el segundo país más desigual!

Como no han pasado muchos días desde que en un medio local se publicó que, según una fuente, tan desconocida como carente de credibilidad, éramos el país que acreditaba “el mayor grado de progreso” en América Latina, ha sido oportuno el reciente dictamen de la CEPAL, referente de indudable crédito, que nos ubica como “el segundo país más desigual en ese mismo ámbito”. Esa realidad inobjetable debiera ser la principal preocupación de quienes tienen, desde el gobierno o de la oposición, o desde los ámbitos del poder económico, la capacidad y la obligación de contribuir a superar esa ignominiosa distinción.

Pero cada quinquenio, cuando las fuerzas políticas y los poderes económicos que se mueven tras las bambalinas, nos ofrecen “sus capacidades y sabiduría” y sus promesas de bonanzas que nunca llegan, la ciudadanía es convocada a escoger entre la desesperación y la esperanza.

Tradicionalmente, nuestro quehacer político se ha basado en un supuesto que se ha repetido como patrón de conducta de los contendores electorales: Como el ejercicio del poder desgasta a las fuerzas políticas que lo detentan; por tanto, en cada nueva elección basta la consigna motivadora, repetida incesantemente de que “es hora de un cambio”. Revísense nuestros torneos electorales y se comprobará la multiplicidad de veces que las alternativas ofrecidas para justificar el reemplazo de quienes gobiernan, antes que, en programas políticos coherentes, con metas específicas y medibles, han basado su campaña en esa consigna.

Estamos en la víspera de que se cumpla un año y medio de la actual administración que, como todas las anteriores, durante la campaña electoral prometió devolver al país a la senda del “progreso para todos” (para unos cuantos siempre ha existido) y, todavía, no hay los más leves atisbos de que los sectores más irredentos vean y sientan que “algo ha mejorado”.

En una democracia funcional, la nuestra sigue siendo una ficción, como contrapeso a quienes gobiernan, las fuerzas políticas ubicadas del otro lado (la oposición), con mayor razón cuando, como en el caso nuestro, se les asignan y reciben millonarias sumas del dinero de los contribuyentes, a lo mínimo a lo que están obligadas es a ser vigilantes críticas de la conducta de los gobernantes; a orientar y contribuir a la formación y manifestación de la voluntad popular; y a ofrecer y promover las alternativas correctoras. Pero en nuestra realidad política, los partidos de la denominada oposición, anteponen esa responsabilidad para enfrascarse en luchas internas, en las que la prioridad es asegurarse sus cuotas de los subsidios para financiar “prematuras campañas preelectorales”.

Con los montos de esos millonarios subsidios, los partidos debieran tener estructuras funcionales, con responsabilidades específicas alternativas a los ministerios y las diferentes entidades públicas que, debidamente informadas de sus competencias y acciones, con opiniones fundamentadas, “caminen a su lado” y actúen como sus contrapesos. El ideal es que, como ocurre en la mayoría de los partidos europeos, con tradición y seriedad política, a la par de los ministerios existan “los gabinetes en la sombra”. A nuestros partidos debiéramos exigirles que copien esos modelos, para que no siga ocurriendo que, al asumir la responsabilidad de gobernar, sea cuando comiencen las especulaciones sobre a quienes se les asignarán las responsabilidades ministeriales y de los otros altos cargos del Estado.

Para poder siquiera iniciar el camino que nos aleje de la posición en la que justificadamente nos ubica la CEPAL, que contradice “los cantos de sirena” en que se han convertido los discursos oficiales, de este y de los gobiernos que lo han precedido, necesitamos fuerzas políticas debida y responsablemente organizadas. En ellas invertimos muchos millones y a cambio seguiremos recibiendo paupérrimos resultados, a menos que la ciudadanía les exija mayores responsabilidades; pero no solo mediante críticas y reclamos que de poco sirven, sino imponiéndoles condiciones y penalizando su incumplimiento con sustanciales disminuciones de los subsidios o, incluso, con la suspensión del derecho a continuar siendo premiados con más de 100 millones de dineros públicos.

De todas las reformas electorales que se discuten actualmente, esa es la que puede contribuir a diferenciar y marcar un antes y un después en nuestro carcomido sistema político.

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