• 19/11/2023 00:00

La ciencia al servicio del mal

Los primeros refrigeradores usaron cloruro de metilo y dióxido de azufre. Después de que varias personas murieran por electrodomésticos que goteaban cloruro de metilo, Midgely buscó un reemplazo que no fuera tóxico

Hace un par de semanas escribimos sobre Fritz Haber, ganador del premio Nobel de Química en 1919 por diseñar el proceso de síntesis del amoníaco, materia prima para la producción de fertilizantes. Y vimos las formas que los científicos tratan muchas veces de resolver problemas y en el camino terminan creando nuevas dificultades. Allí está el caso de Thomas Midgely Jr., quien en 1921 descubrió que podía eliminar las “detonaciones” en los motores de los automóviles mezclando gasolina con tetraetilo de plomo. Durante los siguientes setenta años, se produjeron y quemaron más de seis trillones de galones de gasolina con plomo. El plomo es tóxico y el precio de eliminar estas diminutas explosiones resultó ser el principal daño neurológico causado en niños que incluso persiste hasta la edad adulta.

Pero Midgely estaba apenas empezando. Los primeros refrigeradores usaron cloruro de metilo y dióxido de azufre. Después de que varias personas murieran por electrodomésticos que goteaban cloruro de metilo, Midgely buscó un reemplazo que no fuera tóxico. En 1928 descubrió el primer clorofluorocarbono (CFC), mejor conocido como Freon.

Freon fue un gran descubrimiento para Frigidaire, pero un gran retroceso para el planeta. Liberado en el aire, los CFC llegan a la estratosfera y allí dañan la capa de ozono que protege al globo de la radiación ultravioleta. El primer científico en observar el impacto de los CFC en la estratosfera fue Sherwood Rowland, profesor de química en la Universidad de California en Irvine. Una noche, Rowland regresó a casa de su laboratorio y le dijo a su esposa: “El trabajo va muy bien, pero parece el fin del mundo”. Rowland confirmó a mediados de la década de 1980 que se había abierto un gran agujero en la capa de ozono sobre la Antártida. Años más tardes, el historiador ambiental J.R. McNeill escribió que Midgley “tuvo más impacto en la atmósfera que cualquier otro organismo en la historia de la Tierra”.

Igual de trágico sucedió cuando científicos en Estados Unidos comenzaron a fabricar armas químicas, incluyendo fosgeno, gas mostaza y cloropicrina. Y después las empresas comenzaron a fabricar insecticidas. El DDT, por ejemplo, fue descubierto en 1939 por un químico suizo llamado Paul Müller justo cuando los alemanes invadían Polonia. Müller fue galardonado con el Premio Nobel en 1948. En el momento en que los Aliados se enteraron del hallazgo, en 1942, no se sabía si la sustancia química podía aplicarse de manera segura a la piel humana, por lo que, en medio de la Segunda Guerra Mundial, los aliados realizaron pruebas con soldados. En una de ellas, se colocaron piojos dentro de la ropa interior de hombres y se les permitió reproducirse. Cada dos semanas, los hombres fueron rociados con DDT en concentraciones variables. El ejército decidió que el DDT era lo suficientemente seguro para espolvorear a las personas y prácticamente todo lo demás, y comenzó a aplicarlo en cantidades fantásticas. En un esfuerzo por evitar una epidemia de tifus, las tropas estadounidenses aplicaron polvo de DDT a casi dos millones de italianos. Para evitar que los soldados contrajeran la malaria, el ejército arrojó DDT en las islas del Pacífico. Tropas, refugiados, personas desplazadas, todos fueron rociados con DDT. El químico ahora se considera un “disruptor” endocrino, así como un potente carcinógeno.

Los nazis también hicieron lo propio y trataron de convertir a los pesticidas en armas químicas. Un químico alemán llamado Gerhard Schrader, jugando con la estructura molecular del tóxico alcohol cloroetílico, ideó una nueva clase de insecticidas conocida como organofosforados, que incluyen paratión, clorpirifos y diazinón, y que son de la familia del sarín, un agente nervioso que puede causar la muerte en minutos. Los nazis fabricaron sarín, pero nunca lo usaron por razones que aún se debaten. Cuando Alemania se rindió, cientos de toneladas de sarín fueron enviados a los Estados Unidos y el Servicio de Guerra Química comenzó a reclutar científicos nazis en un esfuerzo por frustrar a los soviéticos en su búsqueda de nuevas toxinas. Schrader fue arrestado en marzo de 1945, colaboró con los investigadores aliados y produjo dos informes: uno no clasificado sobre insecticidas organofosforados y otro clasificado sobre gases nerviosos organofosforados.

Si hay algo que rescatar de toda esta historia terrorífica en que la ciencia es puesta al servicio del mal es que las principales potencias del mundo nunca les ha importado con la vida humana: CFC, latas de aluminio, botellas de plástico, armas nucleares, agroquímicos tóxicos, insecticidas, aditivos sintéticos, carburantes con plomo, etc. Como escribió Rachel Carson en “Silent Spring”, un libro publicado en 1962 sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas: “Solamente una mente enferma es capaz de diseñar un producto para controlar unas pocas especies no deseadas mediante un método que contamina todo el medio ambiente y amenaza de enfermedad y muerte incluso a los de su propia especie”.

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