Mientras en algunos sectores de nuestra geografía, grupos de panameños insisten en la derogación de la Ley 462, recordemos que fue aprobada por una mayoría de diputados, que nosotros con nuestros votos elegimos para que nos representaran. Fueron necesarios varios meses en lo que cada plazo que había dado el Ejecutivo para que esto se aprobara fue ignorado. Se cambiaron tantos artículos para lograr el consenso que resulta difícil reconocer lo que se presentó de lo que se aprobó. Y estoy de acuerdo con que este esfuerzo era necesario, ya que la seguridad social es la columna vertebral de cualquier nación.

Pero hay otra llanta del vehículo llamado Panamá que también viene rodando flat desde hace décadas: la del agua potable.

Y, como suele pasar en este país, muchos actúan como si no pasara nada, postergando decisiones hasta que es demasiado tarde. Actúan como si el agua fuera infinita. Como si abrir el grifo fuera un acto mágico, y no el resultado de tuberías, bombas, lluvias y decisiones. El problema del agua se discute en voz alta, con mayor o menor cadencia dependiendo del grado de carestía del que lo sufre. Basta con preguntarle a doña María en Don Bosco, que ya lleva tres días recogiendo agua en cubetas. O a los vecinos de Pueblo Nuevo o San Miguelito que con resignación han aprendido a bañarse por partes, por si acaso mañana tampoco les llega, y ni hablar de los que se nutren de los piratas carros cisterna.

Las autoridades prometen restablecer el servicio “pronto”, y nadie duda de ese esfuerzo. Pero ya sabemos cómo se manejan esos prontos: no se trata de culpar, sino de entender que el sistema está tan parchado como una manguera vieja de jardín. Basta una lluvia más fuerte, un sobrevoltaje o un motor que no arranca para dejar a miles sin el recurso más básico.

Mientras tanto, se empieza a hablar por fin de la impostergable ampliación de la cuenca del Canal. Y no es que no sea importante. Al contrario: es vital. De allí saldrá el agua para sostener nuestro principal recurso y garantizar el suministro a más de dos millones de panameños

Pocas veces recordamos que esta no es una idea nueva. Ya en los años cuarenta se hablaba de represar el río Indio como solución de largo aliento para garantizar el funcionamiento del Canal ante futuras sequías y suministro para la población.

Su impacto en el abastecimiento urbano de ciudades y comunidades es necesaria y vital, y su lógica sigue siendo valiosa: prever antes que lamentar. Lo mismo ocurrió con la creación de la Caja de Seguro Social: se pensó como un modelo para prevenir, no para remediar.

Esa es la mentalidad que debemos rescatar ahora.

Porque la mejor forma de garantizar nuestro futuro es haciendo lo que corresponde hoy.

Panamá necesita planificación, ingeniería, sensibilidad, no improvisación. Necesita agua para los barcos, sí, pero también para los campesinos de Mogollón, Llano de Piedra, Macaracas, La Colorada... las que hoy ven contaminado el río La Villa porque hemos convertido nuestros ríos en basureros.

Cuando la madre naturaleza nos prive del agua, como anteriormente ha sucedido, y su escasez nos afecte, algunos dirán que es culpa del cambio climático. Y tendrán razón, en parte. Pero no olvidemos que hay sequías que nacen de la indiferencia.

Y cuando eso ocurra, recordaremos que hemos sido bendecidos con una riqueza hídrica que muchos países envidiarían. Tenemos lluvias, ríos, lagos, acuíferos. Pero también tenemos una triste costumbre: no cuidar lo que aparentemente nos sobra.

Nos hemos acostumbrado a malgastar el agua como si viviéramos en un diluvio eterno, y luego nos quejamos cuando no hay presión en la regadera. Hasta el 45 % del agua que producen nuestras plantas hoy se desperdicia por fugas y la de nuestros ríos termina en el mar.

Hay que decirlo claro: sin agua, tampoco hay futuro.

Podemos tener los mejores planes, las más grandes inversiones y los discursos más elocuentes, pero si no aseguramos el agua para todos, entonces estaremos empujando un país con las cuatro llantas ponchadas.

Nuestra patria está enferma. Las redes sociales permiten que cualquier individuo suba una noticia sin fundamento o envíe algo que recibió sin importarle su origen. Los pueblos, cansados cada vez más de la impunidad, están rebasando peligrosamente el borde de la incredulidad.

No se trata de síntomas aislados: es un síndrome multisistémico donde el agua y la seguridad social son sólo dos de los signos vitales en deterioro. Los panameños vivimos en un edén, todos nuestros visitantes nos lo recuerdan, pero estamos perdiendo el sentido de pertenencia, ese que nos impulsó desde ese 3 de noviembre de 1903, a las más grandes logros y que nos enseñó que unidos podemos ocupar un espacio en el concierto de naciones con igualdad.

*El autor es comisionado de derechos humanos
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