• 27/11/2025 19:23

Constantes y variantes del escritor que soy

A mediados de la próxima semana, si los dioses del Olimpo no disponen otra cosa, habré ofrecido en la Academia Panameña de la Lengua una conferencia sobre el mismo tema con el que ahora nombro este artículo; y habré presentado, asimismo, un nuevo libro de cuentos de mi autoría titulado “Paradojas, desmesuras y otras cotidianidades”, en la Embajada de México en Panamá. Sirvan los apuntes que a continuación desgloso, como complemento a ambos eventos culturales felizmente realizados en Panamá, tras dos años fuera de nuestro querido país por razones de salud.

Un gran escritor y periodista mexicano, Edmundo Valadés (1915-1994), en cuya célebre revista “El cuento”, publiqué mis primeros minicuentos en México en la década de los setentas del siglo pasado, comentó alguna vez sobre la naturaleza del cuento: “Un cuento es como un río que no tiene afluentes. Su agua, su historia, debe correr sin meandros... El arte del cuentista es convertir en verosímil lo dudoso, lo increíble, lo imposible, lo fantástico. Con la mentira crear seres o mundo verdaderos.”

En lo personal, a un buen libro de cuentos le exijo, ante todo, ingenio y honestidad que me permitan atisbar en los recovecos de mi alma. También: un manejo impecable del tiempo y del lenguaje. Y por supuesto, una historia que pese a su brevedad profundice en algún aspecto de la naturaleza humana o de las contradicciones de la vida. Para ello, la verosimilitud es un factor indispensable si el tema elegido ha de sostenerse pese a su posible naturaleza fantástica o aparentemente absurda, o acaso por eso mismo.

Así, su condición de ser el cuento una obra de ficción no le quita un ápice de realidad cuando ésta resulta de una adecuada combinación de pasión literaria, verosimilitud y oficio escritural. Por el contrario, aunque a primera vista parezca inverosímil, la ficción ahonda no pocas veces, de formas sorprendentes, en la materia prima de la realidad, haciéndola más verosímil; generalmente gracias a la superlativa sensibilidad de ciertos autores y mediante la solvencia singular de poderosas intuiciones.

Sostengo que escribir obras de ficción es siempre indagar y descubrir o redescubrir. Poner en perspectiva, hacer balance, tratar de entender. Pero también es –cuando se trata de una auténtica obra literaria– crear y recrear. Y al hacerlo, añadirle nueva realidad a la siempre presente realidad múltiple que entraña la vida. De tal manera que, dentro de la libertad absoluta que implica todo proceso creativo, lo que no puede haber nunca es rigidez, encasillamiento, repetición, obviedad, chatura intelectual. La fluidez prosística, en cambio, es requisito indispensable, al margen de si lo que se busca es la precisión o la deliberada ambigüedad, como suele ocurrir en cuentos fantásticos, de horror o permeados por lo absurdo.

Por otra parte, escribir implica siempre una muy personal acumulación de vivencias profundas y de necesidades expresivas cargadas de intencionalidad, las cuales convergen en una búsqueda impostergable de significación y trascendencia. Y es que escribir artísticamente entraña, más que una simple mimética reproducción de la realidad, un ahondamiento en la experiencia humana, la cual es por naturaleza profundamente introspectiva y socialmente pertinente.

Resulta que la ficción tiene una manera enigmática de plantarle cara a veces a lo evidente, a lo cotidiano, a todo lo que uno da por sentado, para conquistar un espacio propio, inaudito e inesperado, que puede terminar tomándose la plaza, reemplazando con sus desafíos la rutina.

Así, también en el mundo de los sueños lo que no fue soñado en un sueño real que pueda recordar al día siguiente y luego plasmar en un texto, me lo invento con fines literarios creándole una nueva verosimilitud a los sueños ficcionales. Es muy común en mi obra que la irrealidad sustituya a la realidad que supuestamente le dio origen. A veces se nota este cambio, y otras veces no. A su vez, el que se note o no puede ser o no deliberado por parte del escritor. Lo mismo ocurre con los temas sexuales y con el mundo de los sueños.

También es cierto que en muchos de mis cuentos la reflexión tiene una presencia vital, y habría que añadir que funciona como una auténtica opción narrativa por más que la anatomía del lenguaje reflexivo sea de índole eminentemente expositiva. Es como si una conciencia examinadora siempre estuviera presente, omnisciente o no en su textura técnica, al pie de los hechos, escrutando sus características, sus implicaciones.

Un procedimiento que he utilizado en no pocos cuentos –no en todos, claro– pero que cobra mayor auge en mis últimos libros, los publicados en lo que va del siglo XXI. Es como si el ensayista que hay en mí no se resignara del todo a pasarle la voz cantante a un simple narrador obligado a atenerse sólo a lo anecdótico.

Si bien los escritores podemos tener en común algunas razones por las cuales escribimos, es indudable que cada quien tiene las suyas y que éstas pueden ir cambiando en la medida en que la vida avanza y nos transforma. Explico algunas de las mías en un libro de 2014, titulado “Esa fascinante magia de escribir”. En él hago razonamientos muy elaborados dirigidos, sobre todo, a otros colegas escritores y a estudiosos de mi trabajo literario; pero el enfoque alude al placer de crear y no a otras variantes más elementales.

He aquí una síntesis, sorprendentemente larga, de motivos que, en un momento u otro, todavía me impulsan a escribir. Como se verá, hay de todo, “como en botica” (solían decir los abuelos): Llenar los vacíos de la soledad; desafiar la inercia; retar al insomnio; lidiar con la angustia existencial; tratar de reconstruir traumas borrados durante años; imaginar lo imposible por el puro gusto de hacerlo; desafiar tabúes; hacer público lo que pienso sobre temas escabrosos o controvertidos; darle voz a las variantes del miedo; facilitar el vuelo a la creatividad cuando se mantiene inerte mucho tiempo; romper tabúes; desafiar el oficio reproductor de imágenes que tienen los espejos; deseo sexual reprimido.

Pero también: solidarizarme con los oprimidos sin parecer demagógico; romper reglas absurdas por el puro gusto de hacerlo; hacer real imposible; querer ser el otro; salirme por la tangente mientras le encuentro la quinta pata al gato; trascender la muerte viviendo múltiples vidas imaginarias; querer ser omnisciente como Dios mismo al escribir, sabiéndolo imposible.

No me alcanzaría la vida si pretendiera poner en blanco y negro todas estas motivaciones y sus múltiples variantes, además de otras muchas que aún no se me han ocurrido pero que ya siento vibrar en las entretelas de mi alma. Y es que no siempre son tan explícitas como para poderlas nombrar... En otras palabras, cualquier pretexto es válido para sentarse uno a dos nalgas a crear cuentos, poemas, novelas, ensayos, obras de teatro, siempre y cuando el ingrediente elemental de todo ello esté presente de antemano: la creatividad. Tras 65 años de escritura continua, hoy me hago una pregunta que parece muy sencilla, una que sin duda podría hacérsele a cualquier escritor (y que se me ha hecho a mí en diversas entrevistas en años recientes) ¿Por qué escribes? Y en mi caso muy particular: ¿por qué tanto y tan seguido? Mentiría si digo que hay una sola respuesta.

Sin embargo, puesto a meditar, me doy cuenta de que yo mismo quisiera saber más al respecto. Y la razón es muy sencilla: en el año 2025, que está por expirar, y a la edad que hoy tengo (casi 81 años), no he dejado de escribir, al menos un párrafo, cada día, a menudo todo un cuento o poema, o varios. Un hábito que empezó en mi adolescencia.

Consigno que, al menos de forma consciente, los cuentistas que más han influido en mi irrevocable fascinación por el cuento, han sido: los panameños Darío Herrera (1870-1914), primer autor nacional en publicar un libro de cuentos: “Horas lejanas” (Buenos Aires, 1903) y Rogelio Sinán (1902-1994), sobre todo con “La boina roja y otros cuentos” (1954) y con su magnífica novela “La isla mágica” (1979); los norteamericanos Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway, William Faulkner y Ray Bradbury; los mexicanos Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Carlos Fuentes; os argentinos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; los uruguayos Horacio Quiroga y Juan Carlos Onetti; y el ruso Antón Chejov, entre los principales.

Pero debo admitir que el cuentista que con mayor fervor he sido buena parte de mi vida viene, sin duda, de la influencia que ha ejercido en mí quehacer literario la deslumbrante obra cuentística del argentino Julio Cortázar. Además, frases célebres suyas en torno a cómo ve la escritura de cuentos me han marcado para siempre; entre ellas, las dos siguientes.

“Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”. También esta otra originalísima consideración suya: “... el cuento mismo es una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene en nosotros...”, ambas recogidas en mi libro de ensayos y artículos de opinión: “Por obra y gracia” (2008).

Finalmente, si tuviera que explicar quién es el escritor que habita en mí (cuentista, poeta, ensayista), como se me ha preguntado más de una vez en diversas entrevistas, diría que desde la perspectiva de hoy soy un escritor panameño de tiempo completo y de metas a menudo utópicas, no pocas de las cuales, a fuerza de constancia, tenacidad y disciplina, se han ido realizando, a menudo a costa de mi propia salud y a fin de ofrecer un cuadro más completo, añadiría con no menos orgullo al docente/investigador literario, al promotor cultural y al editor que simultáneamente he sido también hasta el día de hoy.

Y en los días que corren preparo otras dos antologías: “Cuentistas de Panamá: Antología Selecta” con 50 autores vivos que ya han publicado al menos dos buenos libros de cuentos; y otra antología, aún sin título, en donde rescato algunos de los mejores ensayos de estudiosos panameños vivos, en torno a algún aspecto de la literatura panameña pasada o presente...

Ignoro si lo mío es un vicio o una necia virtud. Prefiero no saberlo. En todo caso, para mí es lo de menos... Y a veces menos es más.

*El autor es escritor, profesor jubilado, promotor cultural y editor.
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