El alcalde colonense denunció que una mayoría del Consejo municipal echó abajo estructuras de desarrollo humano
Noviembre es un mes en que la patria se ve cubierta de honores, en memoria de las acciones de personajes ilustres quienes, en muchos casos, no siendo naturales de la región istmeña —como Manuel Amador Guerrero, nacido en Turbaco, o el general Tomás Herrera, oriundo de Úmbita, ambos municipios colombianos— arriesgaron mucho por una tierra lejana que no los vio nacer.
Y es que así inspira nuestro Panamá: sin importar de qué región del globo vengas, este país ha sido por siglos un lugar para echar raíces y prosperar para hombres y mujeres que buscan la oportunidad que sus naciones de origen les han negado. Dejemos atrás el paradigma arcaico que reduce nuestra nación a un punto de tránsito y aceptemos la realidad: Panamá ha sido, por largo tiempo, un hogar abierto para miles. Ejemplos abundan: los miles de obreros extranjeros que participaron en la construcción del ferrocarril transístmico, el canal francés y el Canal de Panamá; o los cientos de nicaragüenses, colombianos y venezolanos que han escapado de la violencia y la inestabilidad para radicarse en nuestro suelo y contribuir, en conjunto, a nuestro progreso.
Por eso, cuando escucho situaciones como las que se dieron durante las fiestas patrias —donde se negó a una alumna extranjera el derecho de portar el pabellón nacional bajo la falsa interpretación de que la Ley 34 de 1949 reserva ese honor únicamente a ciudadanos panameños— lo considero un error inadmisible. Ni la ley establece tal limitación ni existe norma alguna que prohíba a un estudiante extranjero llevar la bandera en actos patrios, hecho que el propio Meduca tuvo que aclarar públicamente.
Sin embargo, los comentarios en redes sociales revelan una actitud preocupante: pareciera que nuestro país, en cierta medida, tolera o incluso celebra la xenofobia. No se trata de un rechazo absoluto al extranjero, sino de una xenofobia selectiva, condicionada por la nacionalidad del individuo. Entre más “del norte” sean, mayor aceptación reciben; lo contrario ocurre con asiáticos, centroamericanos y sudamericanos. ¿Será esta actitud una herencia de las prácticas discriminatorias y segregacionistas que aplicaban los zonians y el personal estadounidense contra los nacionales durante los casi 85 años de la Zona del Canal? ¿Persisten acaso en nuestra memoria esas narrativas desfasadas, hijas de una época en que el valor de una persona dependía de su color de piel, fe o nacionalidad? Pareciera que sí. Basta recordar la actitud de ciertos diputados de la administración pasada, quienes, semana tras semana, culpaban de todos los males del país a los extranjeros. Verlos usar su podio para despotricar a pulmón abierto contra quienes venían a trabajar, y observar cómo parte de la población celebraba esa narrativa, era tan preocupante como indignante.
No ignoro la realidad: han ingresado personas que han cometido crímenes graves en Panamá, y es necesario que la migración sea regulada desde una perspectiva que proteja el bienestar nacional. Pero encerrarnos en una burbuja de proteccionismo alimentada por un falso patriotismo no construye; al contrario, nos atrasa.
Y nos atrasa en múltiples dimensiones, no solo porque se trata de una visión anticuada, sino porque cierra puertas al progreso y a la innovación. Un ejemplo evidente es la exclusión de profesionales extranjeros altamente calificados en ciertas profesiones “protegidas”, bajo el eslogan: “Esta profesión es solo para panameños”.
No busco desmeritar al profesional nacional, que sin duda ha hecho y sigue haciendo un buen trabajo. Sin embargo, desde esa posición surge una pregunta obligada: ¿para qué mejorar si no existe la experticia, ni siquiera la competencia —ese factor incómodo que nos obliga a avanzar— que impulse el desarrollo y el perfeccionamiento continuo que nos conducen a la verdadera excelencia? ¿Cuál ha sido el precio que nuestra nación ha pagado por esta protección? La respuesta quizá podría dejarnos sin aliento. Al final, cabe preguntarse hasta qué punto tiene sentido sostener una narrativa antimigrante en un país donde innumerables panameños son descendientes —hijos, nietos y bisnietos— o incluso esposos de extranjeros. ¿No es acaso una contradicción rechazar aquello mismo que nos conforma como nación?
En tiempos como los actuales, donde el discurso sobre la edificación de muros de hormigón, alambres, torres de vigilancia y el rechazo a los extranjeros gana fuerza cada día, es necesario recordar que la grandeza de Panamá nunca ha estado en levantar muros y cercas, sino en quitarlas y tender puentes. Cada panameño lleva, aunque no lo sepa, una historia de mezcla, de llegada, de encuentro. Hacer caso a estos discursos es, irónicamente, rechazar parte de nuestra propia identidad.
Si queremos un país más fuerte, más justo y más competitivo, debemos recordar quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí. Hoy se ha negado nuestro tricolor a una joven que se lo merece en una actitud impropia de los panameños; pero se ha reflejado un síntoma del mal que se ha enraizado en nuestra sociedad.
Es imprescindible recordar que parte de nuestra nación nació gracias en parte a la diversidad y que podrá seguir creciendo con ella. Todo lo demás es miedo que algunos pretenden cubrir con nuestra enseña patria.