• 31/05/2025 00:00

Despidos bananeros en Bocas del Toro: cantos de sirena y realidades lacerantes

La huelga indefinida en la provincia de Bocas del Toro, protagonizada por miles de trabajadores bananeros, fue respondida por la empresa con una medida tan contundente como controversial: el despido masivo de 4.500 obreros. A partir de ahí, se desató un juego de narrativas donde cada actor —empresa, gobierno y trabajadores— invoca su propia versión de la verdad. Pero mientras unos hablan de “abandono injustificado” y otros de “estabilidad macroeconómica”, sobre el terreno lo que se vive es desempleo, pobreza e indignación.

Desde el lado empresarial, la postura es tajante: la huelga fue ilegal y sus consecuencias —según dicen— justifican los despidos. La empresa alega pérdidas millonarias y se ampara en un fallo judicial que declaró la huelga ilegal. Así, con el respaldo incluso del presidente de la República, cesó a quienes se atrevieron a paralizar sus labores.

Pero la narrativa cambia radicalmente si se observa desde los zapatos de los trabajadores. Para ellos, la huelga fue un acto de defensa legítima, amparado en su derecho constitucional. Es el grito desesperado de quienes ya no pueden más con condiciones laborales precarias. No se trató de un capricho ni de una aventura política. Fue la respuesta a años de abandono institucional y de un modelo económico que no les ha ofrecido más que la subsistencia.

Aquí emerge la contradicción entre legalidad y legitimidad: ¿de qué sirve tener derechos en el papel si ejercerlos conlleva perderlo todo?

Bocas del Toro es una de las provincias más golpeadas por la desigualdad en Panamá. Y no por casualidad. Durante décadas ha sido un enclave de mano de obra barata al servicio de intereses transnacionales. Aunque se presume que el sector bananero genera empleos y aporta al producto interno bruto, la realidad social es otra: más de un tercio de su población vive en pobreza. ¿Qué clase de desarrollo es ese?

La empresa puede alegar que cumple con la ley, pero el impacto real de los despidos masivos es innegable: familias sin ingresos, comercios paralizados, niños que dejarán la escuela y un tejido social aún más frágil. El banano puede exportarse, pero la desesperanza no.

La crisis no ha estado exenta de eufemismos. El gobierno repite que “hay que mantener el orden”, la empresa dice actuar “por el bien de todos”, y los voceros económicos advierten sobre el “riesgo para la estabilidad del país”. Son los típicos cantos de sirena: frases bien entonadas que buscan adormecer la conciencia social.

Al mismo tiempo, emergen las metáforas del poder: el ruido de panderetas que celebran falsas victorias; lobos disfrazados de ovejas que dicen preocuparse por el trabajador mientras lo despiden sin contemplaciones, y aves de mal agüero que anuncian el colapso económico si se le da la razón al obrero. Todo esto forma parte de un espectáculo diseñado para sostener un sistema que, en el fondo, vive de la precariedad ajena.

Cuando desde el poder se proclama que “la estabilidad económica” no puede ponerse en riesgo, lo que realmente se está protegiendo es el capital, no la vida de los trabajadores. Ninguna cifra macroeconómica puede justificar el sacrificio de miles de familias. Ninguna balanza fiscal compensa el llanto de un hogar sin sustento. Y ninguna promesa de inversión extranjera debería pesar más que la dignidad de un pueblo.

Lo ocurrido en Bocas del Toro es una advertencia nacional. Un espejo que refleja con crudeza nuestras contradicciones como país. No se trata solo de defender el derecho a la huelga o de cuestionar la legalidad de un despido. Se trata de entender que, cuando se atropellan los derechos laborales bajo el pretexto del orden, lo que se está debilitando es el contrato social.

Panamá no puede seguir midiendo su progreso únicamente con cifras. Un país verdaderamente estable es aquel donde la justicia social es una realidad cotidiana, no un eslogan publicitario. Y la justicia social empieza por respetar, proteger y garantizar los derechos de quienes trabajan.

Mientras algunos siguen recitando discursos sobre crecimiento y seguridad jurídica, otros caminan kilómetros buscando un empleo que les devuelva la esperanza. El conflicto bananero ha puesto en evidencia que, en nuestro país, el desarrollo económico todavía convive con la miseria estructural.

Es hora de escuchar menos cantos de sirena y más el clamor de un pueblo que no pide caridad, sino justicia.

*El autor es abogado y politólogo
Lo Nuevo