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El Partido Revolucionario Democrático atraviesa una crisis de identidad tan profunda que ya ni sus propias bases creen en el discurso de renovación. Mientras la dirigencia actual repite mantras de apertura, inclusión y juventud, lo que realmente ofrece es más de lo mismo: estructuras desgastadas, métodos arcaicos y liderazgos incapaces de inspirar. Pretender reconstruir el PRD con las mismas manos que lo llevaron al agotamiento es un ejercicio de autoengaño colectivo.
El mensaje oficial promete “dar paso a las nuevas generaciones”, pero en la práctica, quienes controlan las estructuras partidarias siguen aferrados a los privilegios del poder. Hablan de juventud, pero no la escuchan. Hablan de renovación, pero temen perder el control. Es como dice la parábola del Evangelio: “Nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, los odres se rompen y el vino se derrama” (Mateo 9:17). El PRD insiste en verter ideas frescas en recipientes que ya no aguantan la presión de los tiempos modernos.
El problema del colectivo no es solo generacional, sino moral. No basta con rejuvenecer las caras si las prácticas políticas siguen siendo las mismas: clientelismo, manipulación de delegados, pactos entre cúpulas y la eterna cultura del “yo te apoyo si me das algo”. Esa lógica de sobrevivencia ha corrompido la esencia del torrijismo original, transformando la visión de justicia social en una maquinaria de poder sin propósito social real.
La juventud del PRD, lejos de sentirse representada, observa desde la distancia cómo el partido que alguna vez encarnó la esperanza popular se reduce a una sombra de su historia. Los jóvenes que crecen en esta era digital, crítica y sin dogmas, no se identifican con los símbolos vacíos de un pasado que ya no inspira. Su desilusión no proviene del ideal torrijista, sino de la incapacidad de la dirigencia para darle vigencia en el siglo XXI.
Las recientes convocatorias a “renovación interna” solo maquillan la perpetuación del control. Los mismos que fallaron en conectar con el pueblo se presentan ahora como mentores de una juventud que no confía en ellos. No hay discurso de cambio posible cuando el liderazgo se recicla entre los mismos nombres y apellidos de siempre. Y mientras tanto, el país observa con indiferencia cómo el PRD se autodesgasta en luchas internas que solo interesan a los que aún creen que el poder se hereda por lealtad, no por mérito.
La verdadera renovación no se decreta en un congreso ni se impone por estatutos. Nace de un acto de humildad: reconocer el fracaso, dar un paso al costado y permitir que otros construyan sin tutelas. Si el PRD quiere sobrevivir, debe aceptar que los viejos odres ya no sirven. La juventud no necesita permiso para liderar, necesita espacio para crear, porque, como advierte la parábola, el vino nuevo exige nuevos odres. Si el PRD no entiende esto, su vino —esa energía joven, honesta y transformadora— terminará derramándose en el suelo del desencanto político.