Un total de siete personas fueron capturadas en horas de la madrugada durante la operación Nodriza
Cuando pensamos en el agua, parece tan obvia y cotidiana que asumimos que llega a todos por igual. Pero estudiar Seguridad Alimentaria y Nutricional en la Udelas me obligó a mirar la realidad sin filtros. En Panamá, el acceso al agua potable está lejos de ser un derecho universal. Y esa desigualdad no solo se siente en la sed, sino también en la salud, en la comida y en las oportunidades que determinan cómo vive una familia.
Los datos son claros. Mientras el 95 % de la población que no pertenece a pueblos originarios tiene acceso a agua segura, en las comarcas esa cifra desciende a 44.8 %.
La primera vez que lo vi sentí un impacto profundo. Detrás de esa cifra hay niños expuestos a diarreas, cultivos irrigados con agua contaminada y alimentos que llegan a la mesa inseguros desde su origen. ¿Cómo hablar de nutrición cuando la vida comienza en agua sucia?
Ahí entendí que la seguridad alimentaria no comienza en el plato. Nace en la fuente que riega cada cultivo, lava cada alimento y sostiene cada comunidad. Si esa fuente está contaminada, todo el sistema alimentario parte en desventaja. Y entonces la pregunta se vuelve inevitable. ¿Es el agua realmente un derecho... o un privilegio reservado para algunos?
Con esa urgencia decidí actuar. Mi proyecto tomó forma en el Laboratorio de Ingeniería Tisular del Centro de Biotecnología, Energías Verdes y Cambio Climático (BEVCC) de Udelas, donde desarrollé un biofiltro híbrido eco sostenible basado en dos materiales adsorbentes derivados de desechos agrícolas nacionales. Utilicé carbón activado de cáscara de coco, reconocido por su alta área superficial y microporosidad, ideal para retener compuestos orgánicos y partículas. Lo combiné con zeolitas obtenidas a partir de cascarilla de arroz, un material aluminosilicato con capacidad de intercambio iónico que favorece la captura de contaminantes inorgánicos. Esta sinergia genera un sistema filtrante eficiente y de bajo costo, alineado con principios de sostenibilidad y economía circular. Uso de materiales panameños que son residuos alimentarios transformados en oportunidad.
Ese trabajo fue financiado en su totalidad por la Senacyt. La Senacyt gestiona convocatorias / oportunidades basadas en mérito, y las mismas están diseñada para destacar proyectos con potencial real y generadores de conocimientos y emprendimientos. Para mí, más que un triunfo personal, fue la confirmación de que la ciencia hecha en Panamá puede ser útil, accesible y profundamente humana.
Los primeros resultados muestran que este biofiltro tiene potencial para mejorar parámetros clave de calidad del agua destinada al riego y al uso doméstico, especialmente en la reducción de la materia orgánica, la turbidez y ciertos compuestos inorgánicos asociados a riesgos sanitarios. Aunque estas son evaluaciones preliminares, indican que la combinación de adsorción física y procesos de intercambio iónico podría aumentar la inocuidad del agua en etapas críticas de la cadena alimentaria y disminuir la exposición a contaminantes que afectan directamente la salud humana. Y aunque todavía queda camino por recorrer en términos de validación a mayor escala y de pruebas comunitarias, ese avance lleva consigo un mensaje poderoso. Si soluciones como estas llegan a las comunidades rurales e indígenas, no solo filtrarán agua. Filtrarán desigualdad.
Es importante manifestar que soy un estudiante panameño que se cansó de aceptar como normal que miles de personas vivan sin acceso a agua potable. Y después de esta investigación estoy convencido de algo: la ciencia hecha aquí puede cambiar destinos. Puede abrir puertas. Puede salvar vidas. Responder a la pregunta “¿es el agua un derecho...?” no debería ser difícil. Pero mientras exista una familia que cocine, se bañe o beba agua contaminada, la respuesta seguirá siendo un llamado urgente. Yo ya di mi primer paso. Panamá merece que no sea el último