• 19/05/2024 00:00

Estética de la moralidad

En toda sociedad humana libre, existen “desigualdades” legítimas entre sus integrantes que paradójicamente nos llevan a un optimismo intrínseco, por ser también el punto de partida para nuestro posterior y propio mejoramiento individual y comunitario.

La contraparte de estas desigualdades humanas son las igualmente legítimas “superioridades” naturales existentes en las personas que integran dichas sociedades, al contar estas con un orden jerárquico de dependencia y subordinación similar a la de otras comunidades democráticas.

Estas “desigualdades y superioridades” inherentes a los humanos son parte del ambiente cultural y económico providencial existentes allí que hacen posible no solo el perfeccionamiento del ser humano, sino que además fomentan el desarrollo de los preceptos de una moralidad cada vez más avanzada y armónica en nuestras comunidades.

Pero muchas veces, la ética contemporánea suele atenerse a una interpretación psicológica de la moralidad, enfocándose en cómo los humanos tomamos decisiones; o sea, cómo las personas integran principios éticos en el desarrollo de nuestro carácter, en vez de considerar y determinar cuáles acciones son buenas o malas moralmente.

En contraste, los juicios estéticos son hechos psíquicos por su gran carga emocional, pero con una marcada sensibilidad metafísica, al ser perceptores de valores que actúan en forma de aprobación o desaprobación de la belleza formal, como parte de nuestra estética psicológica y filosófica contemporánea.

Históricamente, la percepción de lo bello en la antigua filosofía griega tendía a las nociones de proporción, armonía y esplendor (ver las obras de Platón) que en el medievo incluyó otro componente importante, la moral. Hoy todo esto está integrado a las muchas formas de ver y apreciar estéticamente la belleza, como placer positivo, más que verla únicamente como el cumplimiento de un canon formal histórico o de las múltiples cualidades metafísicas establecidas arbitrariamente para definir nuestra percepción de lo bello.

La estética, entonces, es un juicio de valor estimativo para expresar nuestros dictados sobre los objetos y múltiples experiencias percibidas por nuestros sentidos.

Tal estética tiene por finalidad “lo bello en sus varias formas concretas: hay lo bello musical y lo bello plástico, hay junto a estos lo bello moral”, según ese insigne filósofo español, el gran intelectual don José Ortega y Gasset.

Aquí, más que “la moral” en sí como conjunto de normas y valores éticos que regulen nuestra conducta social, nos interesa mucho más la estética de “la moralidad”, o sea, de esos actos voluntarios morales, individualizados, libres y consientes de personas reunidas en comunidades como las nuestras.

Estos actos, objeto de nuestro juicio estético y moral, son momentáneos, irrevocables en el tiempo, relativos a sus circunstancias y siempre distintos por su constante modificación, lo que nos trae a esas desigualdades y superioridades mencionadas arriba, que en sociedades libres casi siempre impulsan el desarrollo de una moralidad avanzada y armónica.

Estas desigualdades y superioridades, formadas por una pluralidad de elementos, con su propia belleza moralmente estimable, constituyen las valoraciones estéticas que se nos presentan como oportunidades de cambio.

La relación entre una acción considerada mala y la posibilidad de cambiarla por una acción buena es una valoración de “gusto” moral y como tal, un juicio estético de su moralidad. En este caso, la aprobación dada nos llega como un acto de bondad y de buen gusto más que como un acto de perfeccionamiento moral, convirtiéndose así en nuestra verdadera estética de la moralidad.

Así, nuestros actos adquieren la calidad de moralmente bellos con nuestro buen gusto moral, calidad tan efímera y cambiante como nuestra mutabilidad humana, constantemente transformada en el uso corriente de nuestras acciones y valoraciones.

El autor es ensayista y exfuncionario diplomático
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