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- 21/10/2016 02:00
Idolatría
Hoy van llegando muchas personas a una iglesia de un pueblo de la Costa Arriba de Colón para que les resuelva sus problemas una estatua de madera que hay allí o bien para pagarle a dicha estatua por los problemas que les resolvió. Y no me digan que no es a la estatua, sino a la divinidad que representa. A la divinidad que representa se le puede rezar desde la casa de cada uno sin caminar un montón de kilómetros descalzo ni cargar cruces, pues se supone que la divinidad que representa ve a sus fieles dondequiera que estén. Tienen que ir a Portobelo para que la estatua los vea.
En las ediciones de los días 10 y 11 de enero de 2009 dijeron el diario La Prensa y otros medios de comunicación que en Atalaya casi linchan al obispo de la diócesis de Veraguas por haber cambiado la imagen de Cristo que custodiaban en la iglesia de ese pueblo. La imagen nueva no servía; no hacía milagros.
Tanto la religión judía como sus dos hijas, la cristiana y la musulmana, han pretendido siempre creer en un solo ser supremo llamado Jehová, Dios o Alá, pero que, a fin de cuentas, es el mismo.
El miedo a que la gente volviera a adorar ídolos llevó a los padres de las tres religiones monoteístas a prohibir las representaciones plásticas, con más o menos limitaciones. Quizá los más rigurosos en estas prohibiciones sean los judíos, los musulmanes y los cristianos protestantes; los menos, los ortodoxos y los católicos. Dentro del Catolicismo se nos dice que las imágenes sagradas se pueden venerar, pero no adorar; que su uso es el mismo que le daríamos a la foto de un familiar querido; que solo se debe adorar a Dios.
Los hechos demuestran que eso no pasa de ser teoría: la verdad es que los devotos de la Virgen del Rocío, el Cristo del Gran Poder o la Macarena de Sevilla, la Virgen de Guadalupe de México, Santa Librada, el Nazareno de Portobelo o el de Atalaya, por poner unos cuantos ejemplos, les rezan, les ofrecen mandas y les piden ayudas a esas imágenes y no a otras iguales o parecidas, aunque representen a los mismos personajes sagrados, hasta tal punto que quien se atreva a cambiar ese pedazo de madera, de escayola o de lo que sea por otro parecido corre peligro de que la multitud lo linche.
Incluso a los más iconoclastas les cuesta trabajo renunciar a la adoración de las cosas visibles, pues los musulmanes no tendrán imágenes en las mezquitas, pero adoran una piedra negra que hay en La Meca y peregrinan a las tumbas de sus hombres santos; los judíos se dan cabezazos contra un muro que hay en Jerusalén y todos los adeptos a las tres religiones abrahámicas creen que sus respectivos libros sagrados (Torá, Biblia o Corán) contienen la palabra de Dios y juran sobre ellos, por lo que bien podrían llamarse bibliólatras.
Si eso no es idolatría que venga Dios y lo vea, como diría mi abuela.
Pareciera que los seres humanos necesitamos que nos engañen como el aire que respiramos y cada vez que nos prohíben unos ídolos inventamos otros para poder sobrevivir en este valle de lágrimas.
JUBILADO