• 05/08/2023 00:00

¿Infidencia virreinal o subversión republicana?

Luis Valencia Avaria escribió una pieza magistral de investigación histórica alusiva al sentir del pueblo llano en los días previos a la ocupación de la Lima virreinal por las huestes del Libertador San Martín

“Al estudiar procesos judiciales acontecidos en los tiempos inmediatos a la revolución, los interrogatorios y confesiones conducen invariablemente a enseñarnos lo que no nos dice la Historia en notas oficiales, en crónicas o en cartas privadas […] deducimos lo que hace y piensa el pueblo llano, el vulgo, la masa civil o militar, de condición modesta, de vivir simple […] gentes sencillas arrastradas por el torbellino de los acontecimientos.” (Valencia, 1971).

Luis Valencia Avaria fue un notable historiador chileno que ganó, en 1978, un concurso patrocinado por la OEA con su obra “Bernardo O’Higgins, el buen genio de América”, sin embargo, pocos conocen que en tierra de los incas escribió una pieza magistral de investigación histórica alusiva al sentir del pueblo llano en los días previos a la ocupación de la Lima virreinal por las huestes del Libertador San Martín. Ese trabajo fue presentado en el Quinto Congreso Internacional de Historia de América llevado a cabo en Lima en agosto de 1971 utilizando como fuente la sección “Auditoría General de Guerra, 1816-1821” del Archivo Nacional del Perú.

La pintoresca historia que presentó en esa oportunidad fue la de Miguel Tapia, un marinero chileno que había recorrido profusamente las costas de Sudamérica y había sido parte de la dotación de la nave “Potrillo” equipada por el virreinato peruano en un fallido intento de neutralizar el avance de los patriotas en Chile. Los hechos que involucraron a Tapia se desarrollaron en el escaso espacio de veinte días, entre el 7 y el 27 de enero de 1821, y lo llevaron, con sumario celo, ante un Consejo de Guerra.

Lima era entonces un hervidero de rumores, angustias y dudas políticas. El menor indicio era acrecentado, distorsionado o reinventado. Era la llamada ‘guerra blanca’ que al propalar noticias alarmantes, buscaba confundir a la población y acrecentar su temor hacia los quintacolumnistas. Había parroquianos que sin ton ni son afirmaban -o repetían lo que otros decían- que las fuerzas de San Martín sumaban cuarenta mil hombres porque indígenas y esclavos se habían plegado a sus filas o que los buques británicos surtos en la rada de El Callao bombardearían la ciudad para facilitar el ingreso del ejército patriota.

Enero es verano en Lima y aquel día 7, el calor arreciaba por lo que Tapia había decidido tomarse unos tragos en el café Del Puente, plazuela de Otero, con otro marinero, José Baeza, un tipo, al parecer, bastante crédulo. Tapia ya no navegaba y se ganaba la vida como jardinero ocasional. Su pecado fue su acostumbrada locuacidad y su tendencia a la exageración. Comenzó a describir los presuntos planes de invasión de los patriotas lo que también fue oído por Agustín Reyes, chileno de Valparaíso y dueño del establecimiento. Alarmados por lo que creían entender como un acto subversivo, Reyes y Baeza entregaron al desenfadado Tapia a la policía que lo encerró en el calabozo del cuartel de Granaderos del Palacio Virreinal. Interrogado y maltratado, Tapia no negó la versión de cuanto había dicho y añadió que había estado en el campamento de los patriotas en Ancón (al norte de Lima) por espacio de un día aunque negaba categóricamente que fuese “un seguidor de los insurgentes”. Sin embargo, registrado por los guardias, encontraron en sus bolsillos una copla popular que el propio Tapia, con picardía, recitó para sus captores y que decía:

“Trescientos años sufrí,

Trecientos años cagué,

pero en tres rescataré

lo que en trescientos perdí”.

Acusado del delito de infidencia, Tapia pasó al Consejo de Guerra -presidido por el Brigadier Manuel Arredondo- y le asignaron un defensor, el subteniente Manuel Dufoó, que se condujo tan sagazmente que logró que se desestimase la acusación de traición y aunque no obtuvo la absolución para su defendido, al menos logró una pena menor. Así, el 27 de enero el tribunal dictó sentencia indicando que Tapia debía servir dos años en las flotas de la Nación. La disminuida flota virreinal no tenía cupo para él por lo que la pena nunca llegó a cumplirse. Encerrado en El Callao fue liberado meses después cuando sus carceleros se enteraron de que el ejército de San Martín ingresó a Lima siguiendo la ruta mencionada por Tapia. Valencia (1971) señala que no se cuenta con información de lo que pasó después con el protagonista, se especula que ingresó al ejército de la Corona, otros conjeturan que se unió a sus paisanos colchagüinos que servían en el Ejército Libertador y hay quienes piensan que regresó a su apacible labor de jardinero de la alameda de la Portada de El Callao. Una anecdótica historia sobre una infidencia virreinal que no fue tal.

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