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- 21/12/2022 00:00
Invasión: las balas del dolor
Cinco días antes del fatídico 20 de diciembre de 1989, el de la cruenta invasión de los Estados Unidos a Panamá, el capitán Julián Lorenzo, de las Fuerzas de Defensa, al llegar a su residencia después de la dura faena de preparación miliar, tomó a su hijo más pequeño, tres añitos de edad, entre sus brazos. Los otros dos hijos, de nueve y doce años, lo rodearon —como tanta otras veces, como muestra de cariño infantil, que es aquel que se recuerda para siempre. Esa escena de afecto familiar se había repetido muchas veces. La faena militar, en los últimos meses, le había impedido estar con ellos, por lo menos como lo haría un padre normal, ajeno a la disciplina de un cuerpo castrense. El retiro de casa era, ahora, frecuente debido al recrudecimiento del conflicto con la mayor potencia del mundo. La confrontación armada era lo más probable.
Ahí estuvo sentado por largo rato, contemplando a sus pequeños, con mirada perdida y sin decir palabras. Su compañera, consciente de la gravedad del momento, se unió al grupo y, sin que se diera cuenta Julián, estaba llorando. Luego, ocultando su desaliento, ordenó a los niños ir a la cama. La resistencia se hizo presente, refunfuñaron; aunque se marcharon, uno tras otro, no sin antes de un beso, como era costumbre, salvo que ahora, sin saberlo, sería el último. El más pequeño, en su retirada, miró fijamente a su padre con ojos tiernos de despedida; alzó también su manito en forma de saludo, como si le dijera: “adiós, papa, regresa pronto para estar contigo”.
Esa noche fue distinta a tantas otras. En el ambiente reinaba tristeza, una rara sensación. Aun así, tenía que cumplir con la tarea, comentada entre compañeros de armas, en la que debían dar indicaciones. Había que seguir reglas ante la posibilidad, no deseada, pero que se veía venir, de un enfrentamiento armado. Era el temor de un padre, ante el futuro de su familia, el de sus hijos. El miedo se apoderaba de Julián, y de tantos otros que —aun con sus principios, le mortificaba imaginar en orfandad a sus niños, a su esposa. El temor tenía, aquí, un profundo sentido de solidaridad humana, de conciencia plena de la vida, de sentimiento de familia que, como siempre, estará por encima de cualquier guerra. Guerras que jamás serán justas.
Después de repetir “cierra bien las puertas”, “no salgan a la calle, salvo para lo necesario”, “recen por mí, yo haré lo mismo”, extendió sus brazos y dio el más profundo de los abrazos de su vida matrimonial. Fue como una despedida acompañada de la cruel sensación de “no regreso”. Al llegar a la puerta, con semblante decaído y triste, alzó la mano —como había hecho su pequeño, en señal de despedida. Y su mirada, fue tan igual de profunda, con proyección de dolor.
Fue un adiós para no volver. En los disparos y bombazos del agresor cayeron muchos cuerpos carbonizados, descuartizados. En fosas comunes fueron enterrados muchísimos cuerpos irreconocibles. En una de ella, es posible que esté Julián Lorenzo. Él, y tantos como él. Son los que abandonaron el mundo terrenal por una supuesta “causa justa” llamada invasión. Y por el acompañamiento de un régimen ya sin sentido. Los hijos, de todas las edades, esposas, familias enteras, son las víctimas vivientes de aquel genocidio que segó vidas humanas y esparció balas de dolor.