• 30/06/2025 01:00

La crisis educativa panameña

La reciente columna del Dr. Omar Jaén Suárez una alta cifra de la Intelectualidad y Academia panameña, titulada “La mala educación, el mayor problema estructural panameño”, publicada en este mismo medio, ha reactivado un debate urgente: el de la educación como núcleo del destino nacional. Coincido con su diagnóstico: “la educación panameña no solo atraviesa una crisis, sino que representa el mayor obstáculo estructural para la equidad, el desarrollo y la justicia social”. No obstante, esta crisis no puede comprenderse ni resolverse desde una mirada meramente tecnocrática. Requiere una lectura histórica, política y social más compleja.

La educación panameña ha sido víctima de una serie de rupturas, retrocesos y decisiones erradas que han minado su desarrollo: clientelismo político, desprecio a la excelencia académica, gremialismo desvirtuado, abandono institucional y fragmentación pedagógica. Pero su punto de quiebre no fue reciente. Comenzó cuando se derogó la más ambiciosa reforma educativa del siglo XX: la Reforma de 1979, impulsada por el proceso de transformación nacional y liderado por el General Omar Torrijos

Esa reforma proponía una educación integral, crítica, humanista y descolonizadora. Era una apuesta por la transformación social mediante el conocimiento, la identidad nacional y la participación popular. Sin embargo, fue bloqueada y desmontada por una alianza conservadora profundamente anticomunista, impulsada por sectores empresariales temerosos de perder sus privilegios y una dirigencia magisterial mediocre, incapaz y anclada en prejuicios ideológicos.

Décadas después, algunos empresarios reconocieron el error de haber derogado aquella reforma en lugar de revisarla. Admitieron que, al frustrar ese esfuerzo, se perdió una oportunidad histórica de modernizar el sistema educativo sobre bases de equidad, pertinencia y autodeterminación. La autocrítica tardía es valiosa, pero no revierte el daño causado ni rescata a las generaciones que quedaron atrapadas en un sistema decadente.

Otro momento clave fue la aprobación de la Ley 35 de 1995, que reformó la Ley Orgánica de 1946, estableciendo una nueva estructura académica y promoviendo un proceso de descentralización educativa. Este intento se fortaleció con la firma del Pacto por la Educación de 1997, impulsado por el gobierno de Ernesto Pérez Balladares, con el liderazgo del ministro de Educación Pablo Thalassinos Chichaco, y firmado por todos los partidos políticos, el pacto apostaba por el cumplimiento del mandato de las reformas de largo alcance establecidas en la Ley Orgánica de Educación

Pero nuevamente, la política clientelista se impuso. El gobierno de Mireya Moscoso, por compromisos clientelares con los gremios magisteriales de la época, detuvo el proceso de descentralización educativa, frenando sus avances institucionales y técnicos.

El pacto nacional por la transformación de la educación de 1997, se incumplió derribando un esfuerzo estratégico por armar al sistema educativo de una dirección coherente y moderna.

Lo que pudo ser un cambio institucional coherente fue reemplazado por la improvisación, la injerencia política clientelar y la clásica subordinación gremial.

Los docentes, atrapados en condiciones precarias, han sido estigmatizados como responsables exclusivos del colapso, cuando en realidad han sido víctimas también de un sistema que les niega actualización, perfeccionamiento, acompañamiento, estímulo real y respeto profesional. Urge un nuevo pacto nacional.

Este pacto debe tener tres ejes fundamentales:

1. Transformar radicalmente la formación docente,

2. Reconstruir el sistema educativo, despolitizado, superar el clientelismo como norma de gestión.

3. Impulsar una participación social real, donde estudiantes, comunidades, pueblos originarios, educadores e investigadores tengan voz en el diseño y evaluación del sistema

No se trata solo de mejorar posiciones en rankings o en pruebas PISA. Se trata de preguntarnos qué tipo de sociedad queremos construir desde la educación.

El modelo educativo de países como Singapur o Finlandia, al que algunos hacen referencia, no fue impuesto por tecnócratas: fue consensuado, financiado, respetado y evaluado con criterio de país.

Panamá no está condenada al atraso. Pero necesita recuperar la memoria de sus reformas frustradas, aprender de sus errores históricos y construir una educación pública de calidad.

*El autor es educador
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