• 24/05/2025 01:00

La mitad del mundo que no se ve. Panamá, el país que podría...

En este mundo vivimos más de ocho mil millones. Pero solo se ve la mitad. La otra mitad no aparece en las pantallas ni en las promesas.

Aparece, eso sí, en las estadísticas de dolor.

Hay 2.200 millones de personas —una de cada cuatro— que no tienen agua limpia. La cargan desde lejos, la comparten con animales, la beben aunque los enferme. Y si un niño se les muere, no es noticia. Es triste rutina.

733 millones pasan hambre. No es dieta. No es moda. Es vacío. Comen lo que encuentran, si encuentran. Y cuando no, imaginan que comieron. Hay madres que mastican saliva con barro para darle algo al niño que les pide desde el hambre.

2.800 millones no pueden costear una dieta saludable. Comen sin proteínas, arroz blanco sin grasa ni sal siquiera. En algunos países se tira la comida. En otros apenas se la sueñan.

3.500 millones no tienen baño.

La mitad del planeta no sabe lo que es tirar de una cadena.

Hacen lo que pueden, donde pueden. Y si se enferman, no hay médico. Porque 4.500 millones —más de la mitad del mundo— viven sin acceso a la salud básica. Pero esta mitad no se ve. No aparece en los discursos ni en los balances ni en los informes que se leen con aire acondicionado y resulta mejor ni pensar en ellos.

Y, sin embargo, hay países que podrían cambiar esta historia.

Panamá, por ejemplo. Con su canal por donde pasa el mundo. Con su presupuesto que supera los 30.000 millones. Con más de 6.600 balboas por habitante al año. Un país bendecido, dicen.

Y aún así, más de 280.000 panameños —muchos de ellos niños— carecen de acceso al agua potable. Hay regiones donde no hay ni grifo ni pozo: solo el río, que también es baño, basura y alimento. En zonas rurales y comarcas, miles viven sin sistemas adecuados de saneamiento, y cuando la lluvia cae, lo arrastra todo... menos la injusticia.

Uno de cada seis niños panameños menores de cinco años sufre desnutrición crónica. Y en las comarcas, casi 4 de cada 10.

No por guerra ni por sequía. Por abandono. Por desidia. Por ignorancia y desesperanza aprendida.

Aunque el país tiene un índice de hambre “bajo” en los informes internacionales, hay niños que duermen con el estómago vacío, pero lleno de lombrices. Porque la estadística se ve mejor desde la ciudad o se ignora mejor. Un millón de pobres. Y casi medio millón en pobreza extrema.

Eso sí, hay edificios nuevos, autopistas brillantes, discursos satisfechos, metros... y no es que esté mal. También hay pancartas que gritan. A veces con razón. A veces por costumbre o política barata. Porque en Panamá también hay ruido sin causa y reclamo sin dirección apropiada o para alborotar.

El verdadero clamor no siempre hace bulla. Está en el rancho que no sale en Instagram. En la escuela sin maestros; en la madre que pone la pila para un arroz blanco cuando hay. En los niños que no van al colegio porque les queda muy lejos y el río se creció. En el abuelo que muere por una diarrea que la ciudad aprendió a curar hace un siglo.

Y, sin embargo, este país puede.

Puede dejar de ser solo un ejemplo de comercio, para ser ejemplo de humanidad. Puede usar su presupuesto como herramienta de equidad. Puede decidir que cada balboa gastado sea un acto de justicia, no de conveniencia.

Para eso se necesita algo que no se imprime en papel moneda: corazón, inteligencia humanista y planificación correcta sin corrupción en el camino.

Una economía sin alma es solo administración del privilegio. Una política sin propósito es solo repetición de cargos. Es llegar para ver qué hay para mí. Y una sociedad que no escucha el clamor de los pobres no merece llamarse civilizada.

El futuro no se construye solo con puentes y metros. Se construye con dignidad repartida. Con compasión organizada. Con voluntad que no se venda ni se rinda. Una economía más humana.

Ojalá los veamos desde el alma y con la acción de la vida, esa mitad del mundo que no abrazamos y que nos llama, no desde las calles con pancartas, sino en el silencio de su pobreza, en las miradas de los niños y en sus grandes barrigas, cuando deseamos ver.

Panamá tiene la posibilidad de hacerlo.

De dejar de parecer un país “en vías de desarrollo” para convertirse en uno en vías de humanidad. No basta con crecer. Hay que crecer hacia dentro. Hacia una conciencia que vea al niño desnutrido como un hijo propio, al anciano sin salud como a nuestro abuelo, al campesino sin agua como a un hermano olvidado por el asfalto.

En la necesidad urgente de educar para transformar vidas y no repetir sistemas obsoletos y tristezas aprendidas.

Para lograrlo se necesita algo más que técnicos. Se necesitan valientes con visión. Gobernantes con compasión. Empresarios con conciencia. Educadores con esperanza y conciencia. Y ciudadanos —ciudadanos de alma despierta— que no vivan de espaldas al dolor de su propio país. Porque el futuro no se mide solo en cifras. Se mide en dignidad compartida. En decisiones con alma.

En esa mitad del mundo que no se ve, pero que nos mira —y nos juzga—. Y nos juzga —en silencio— desde las comunidades apartadas y también desde los barrios más necesitados de la ciudad. Panamá sí puede...

*La autora es psicóloga social y jungiana, escritora
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