Hace algún tiempo, en una reunión de investigadores, alguien lanzó, entre risas, la idea de que las universidades panameñas podían hacer “sus propios rankings”, al estilo de un campeonato interno donde todos ganan. La frase fue claramente una broma, pero se quedó rondando en mi cabeza. ¿Y si alguien lo tomara en serio? ¿Y si realmente una universidad decidiera evaluarse a sí misma con indicadores propios, sin validación externa, sin puntos de comparación? ¿Qué sentido tendría un ranking que parte de una regla hecha a medida?

En el contexto actual, donde los presupuestos se reducen, la competencia por fondos se incrementa y la rendición de cuentas se vuelve indispensable, la tentación de inventar un sistema paralelo de medición institucional, por cómodo o autocomplaciente que parezca, es en realidad un síntoma preocupante. Porque medir no es un acto decorativo. Medir es compararse, es exponerse, es aceptar que lo que hacemos debe poder ser leído por otros con los mismos criterios que usamos para leer a los demás.

En un ecosistema como el de las universidades públicas panameñas, responsables de formar a la mayoría de los profesionales del país, este tipo de planteamientos no solo resultan inviables, sino francamente impensables. Sería absurdo sostener que los sistemas internacionales de medición son válidos para universidades en China, Argentina o Egipto, pero no para las nuestras. Si aspiramos a competir, a ser tomados en serio en términos de investigación, cooperación y calidad académica, no podemos diseñar métricas que nos favorezcan artificialmente. Hacerlo sería el equivalente a cambiar las reglas del juego (fútbol por ejemplo) cada vez que perdemos y esperar a que el resto del mundo lo acepte.

Por eso, Panamá ha dado pasos importantes al consolidar una instancia como el Coneaupa, que busca precisamente estandarizar evaluaciones bajo criterios internacionales. Aunque perfectible, el sistema ha sido clave para definir umbrales de calidad, procesos de acreditación y, más recientemente, para alinear las capacidades académicas del país con los objetivos de desarrollo y con estándares comparables en la región. Sustituir ese marco, o ignorarlo, sería retroceder.

Las métricas institucionales tienen sentido cuando son confiables, externas, trazables y comprensibles para quienes están fuera del sistema. No es casual que los rankings más consultados en el mundo, como el Times Higher Education, QS o el ranking de Shanghái, se basen en criterios públicos, métodos replicables y fuentes verificables. Tampoco es casual que los fondos internacionales, los programas de cooperación o las agencias de ciencia y tecnología consulten esos datos al momento de tomar decisiones.

Hacer un ranking interno, sin transparencia ni correlato externo, sería como emitir un certificado sin valor académico. Tal vez sirva para inflar el ego institucional por un tiempo, pero no resiste el menor contraste con el mundo real.

Lo que sí vale la pena hacer es mejorar los indicadores internos, identificar nuestras fortalezas reales, trazar hojas de ruta basadas en evidencia y participar activamente de sistemas regionales y globales de evaluación. Si de verdad queremos que nuestras universidades crezcan, necesitan someterse al mismo rigor que exigen a sus estudiantes: coherencia, disciplina, estándares claros.

La calidad no se declara, se demuestra. Y para eso, hay que medirse en serio.

*El autor es docente de la Universidad de las Américas, Udelas
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