• 02/06/2025 00:00

Nacer en tiempos de guerra

Una unidad de destinos, casi siempre con grandeza, entrelaza a los héroes que protagonizan acciones desinteresadas por una causa noble y mayor.

Su valentía, persistencia y determinación hacen de estos personajes heroicos la quintaesencia de la naturaleza guerrera de la humanidad, fiel inspiración de muchísimos artistas, compositores y escritores a través de los tiempos, amén de ser esta misma palabra “héroe” un término lingüístico que en la antigua Grecia se usaba para distinguir cuáles eran dioses y cuáles humanos, entre estas personas excepcionales y superdotadas.

Salvo que los héroes no eran inmortales como los dioses, puesto que nacían y morían igual que cualquiera de nosotros, como bien cuenta la epopeya de Aquiles escrita por Publio Papinio Estacio en su “Aquileida”, tal vez menos conocida que “La Ilíada” de Homero, quien también cantaba la cólera del Pelida Aquiles durante el último año de guerra entre Grecia y Troya.

Así vemos uno de esos episodios en el óleo sobre lienzo “Aquiles descubierto por Ulises y Diomedes” (1617-1618) pintado en el taller de Pedro Pablo Rubens en colaboración con Antonius van Dyck, que nos muestra el momento en que Aquiles delata su identidad, aún disfrazado como mujer en la corte del rey Licomedes, al seleccionar impulsivamente, en vez de preciosas y femeninas joyas, una espada que desenvaina con satisfacción en frente de Ulises, quien posteriormente lo agarra por su brazo descubierto musculoso, en reconocimiento circunstancial de su verdadera identidad masculina.

Pues bien, esta naturaleza guerrera humana, nos tipifica desde que nacemos, siendo esta supuesta condición natural innata un tema complejo y controvertido debatido por filósofos, científicos y académicos durante siglos, sin lograr consenso.

Pero al repasar la historia humana, pareciera que efectivamente sí nacemos con tendencias agresivas, aunque también ella indica que somos capaces de coexistir pacíficamente. Así, nuestra capacidad de razonar nos dota de empatía y deseos de cooperar mutuamente para resolver conflictos sin guerras y para construir sociedades más justas y equitativas.

Sigmund Freud en su obra “Más allá del principio del placer” sostenía que los humanos estamos impulsados tanto por una capacidad de amar como de una “pulsión de muerte”, fuerza opuesta a la pulsión de vida (Eros). Esa parte oscura de nuestra naturaleza humana relacionada con la muerte y a la destrucción es una tendencia que nuestra civilización cristiana ha tratado de reprimir desde entonces.

Por eso, estas observaciones freudianas tienen mucha relación con las del historiador Tom Holland (ver su libro “Dominio: Cómo el cristianismo dio forma a occidente”) que argumenta que el impacto de la religión cristiana como fuerza revolucionaria se ha sentido en todos los campos del desarrollo humano occidental, forjando su mente, tradiciones e instintos, especialmente en defensa de los más débiles y a favor de la compasión, el amor al prójimo, la humildad, honestidad, etcétera. Sus demás libros de historia (porque además es novelista) son fuente de pensamientos más profundos sobre estos valores y creencias.

En contraste, Friedrich Nietzsche refuta esta “moralidad de esclavos” en su obra “Más allá del bien y del mal” sustituyendo esa resignación fatalista judeocristiana por una moral de autosuperación y una ética de singularidad o responsabilidad individual, con su visión circular del tiempo que nos permite actuar de modo que su repetición no intimide con su “eterno retorno”, con acciones que se repiten eternamente hasta llegar a la perfección, permitiendo un final sin final en el tiempo.

De allí viene su idea del “superhombre” con su moral individualista y su paradójica pluralidad armónica de la sociedad, con su benéfico equilibrio de intereses sociales.

Esto permite al humano a vivir sin miedo y a amar la vida convirtiendo cada instante de su existencia aquí en la tierra en algo maravilloso.

*El autor es economista y articulista
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