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- 04/07/2023 00:00
De republicanismos, democracias y otras ficciones
Desde tempranamente, nos (de)forman en el sistema escolar sobre las cuestiones referidas a las formas como los pueblos ejercemos o podemos ejercer soberanía sobre nuestros propios bienes comunes. Aquí aparecen los conceptos de República y Democracia, mismos que se han planteado desde el inicio de la modernidad como gemelos inseparables en la configuración de los Estados. La cuestión es que, los distintos Estados, desde los imperiales -como EUA- hasta los (neo)colonizados -como Panamá- se revelan como la negación de todo el discurso teórico con el que se definen los modos de Gobierno en nuestros Estados. Es decir, nuestros republicanismos y democracias son meras ficciones, no realidades.
Conceptualmente, la tradición filosófica, jurídica y sociológica que define al Estado republicano, lo caracteriza como aquel en el cual la soberanía reside en el pueblo, a través de instituciones que se hacen contrapeso mutuo, en base a leyes (https://concepto.de/gobierno-republicano/HYPERLINK "https://concepto.de/gobierno-republicano/2%20sept%202022"2 sept 2022). Aquí, se le hace creer al pueblo que los ciudadanos somos quienes tenemos la última palabra respecto a quién asciende al poder para que represente nuestros intereses, los del bien común. En este sentido, le corresponde una “forma” de tomar decisiones atinentes a la vida en común del pueblo, publicitada como la “democracia representativa”. ¿Qué es lo que la realidad nos revela? Pues, que los escogidos por el pueblo en poco representan sus intereses, lo que lleva a no considerar como legítimos representantes a esos mismos que se escogen con tal propósito. Por consiguiente, la democracia como participación del pueblo en las decisiones que le atañen es toda una simulación, pura apariencia.
Lo antes descrito ocurre así, no en virtud de falta de criterios, de ética o de información de los votantes. En primer término, ocurre por el proceso en el cual se fetichiza el torneo electoral. Este, se vende como el momento culminante del ejercicio de participación del pueblo en decisiones para su bien común cada cuatro o cinco años, de manera que en el diario acontecer del resto de los períodos entre torneos electorales, no haya manera de tomar decisiones; todas las toman los “escogidos”, como en el caso de la entrega de nuestra soberanía y bienes naturales a la corporatocracia internacional minera, de servicios o comercial, donde el interés del pueblo termina absolutamente ignorado.
En segundo lugar, en el fetichismo de las elecciones, la oferta zoológica -perdón, de candidatos- presentada en el período de elecciones, ya viene fuertemente “filtrada” por quienes poseen el poder real en la sociedad, de manera que, como en la fábula de Ratolandia, los ratoncitos -el pueblo- no encuentran más candidatos que no sean gatos -élites de poder y sus agentes- y lo que es peor, dada la deformación dada por los medios escolares y de difusión de (des)información, se infunde terror psicológico si algún “ratoncito” se atreve a participar en la contienda.
Al decir de connotados académicos de prestigiosas universidades de México, en la tradición republicana desde Aristóteles hasta Jurgens Habermas y demás autores de la modernidad: “Las leyes y las virtudes cívicas constituyen, junto con la teoría sobre el Gobierno mixto, las piezas fundamentales de la arquitectura republicana” (Ortiz y Morales, 2016). Pero aquí encontramos otro fetiche, el del “imperio de la ley”. Se obvia que una ley aplicada igualitariamente y en libertad, por lo general fomenta desigualdades perversas si previamente existen desigualdades en la sociedad. Por ejemplo, las Universidades de Harvard y de Carolina del Norte, tenían un programa para garantizar el acceso a poblaciones étnicas, afros y latinoamericanas, que les otorgaba cierta cantidad de cupos, que de otra forma no alcanzarían a ingresar en tales universidades. Para su infortunio, la Corte Suprema de Justicia de ese país ha invalidado tales programas, en aras de la libertad y la igualdad. ¿Resultado? Aplicación de una ley “igualitarista” profundizadora de “desigualdad económica-social”.
La argumentación es que ni el Estado ni ninguna institución puede poner obstáculos a la “libertad” de acceso, en este caso, a los más pudientes, en el perfecto estilo colonialista y clasista de apologistas de las clases poderosas como John Locke, Montesquieu o Friedrich Hayek.
En esencia, el formato democrático republicano imperante -que nos han enseñado desde niños- tiene un principio no declarado: impedir que las clases sociales que no sean las pudientes con sus servidumbres, ejerzan la verdadera democracia. Lo demás es pura ficción para garantizar el abuso sobre el pueblo.