• 06/04/2012 02:00

¿Para qué se derramó esta sangre?

T odo estaría muerto para nosotros si no existiera un Dios que nació entre nosotros y se dejó matar por nosotros. Ese Dios, es el Verbo ...

T odo estaría muerto para nosotros si no existiera un Dios que nació entre nosotros y se dejó matar por nosotros. Ese Dios, es el Verbo eterno. La segunda Persona de la Beatísima Trinidad. El pensamiento de Dios. Y el resplandor del Padre. Por Él nació cuanto hay en cielos y Tierra. Y su grandeza es mayor que lo que hay. Y se nos comunica con toda santidad, profundidad y sencillez. ‘Jamás hombre alguno ha hablado como Él’, decían (Jn 7, 46).

No solo era elocuencia sagrada. Hablaba con la verdad. La Verdad Primera. Pero esta verdad, dicha con espíritu evangélico, no la entendieron. Ni la impiedad ni la vanidad. Y todavía sigue escondida a los que no se sienten pequeños. A los que se creen impolutos.

Jesús, Encarnación del Verbo, es también toda bondad infinita. ¿Y cómo no habría de serlo si al encarnarse no hizo más que descender hacia el pobre pecador para levantarlo de su miseria? Nada más digno de Dios que querer salvar a sus criaturas. Entonces sus milagros, su mansedumbre y su voz penetrante hacían que muchos fueran en pos de Él. Y ésto creó suspicacias. Rumores. Y falsas denuncias entre los fariseos.

Terminada la Cena Pascual. Instituida la Eucaristía. Junto a sus apóstoles. Habla de cosas de carácter sobrehumano. No ha habido un orador profano que haya dicho tanta belleza y tanta sublimidad en tan pocas palabras. Y con la fuerza y vigor de un poder y una majestad divinos.

Hélas aquí: ‘Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste, les dé Él la vida eterna. Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar.

Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti; porque Yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las recibieron y conocieron verdaderamente que Yo salí de ti, y creyeron que tú me has enviado.

Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero éstos están en el mundo, mientras Yo voy a ti. Padre santo, guarda a éstos en tu nombre que me has dado, para que sean uno como nosotros lo somos. Mientras Yo estaba con ellos, Yo conservaba en tu nombre a éstos que me has dado, y los guardé, y ninguno de ellos pereció, si no es el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese’. (Jn 17, 1 …).

Sale, entonces, con sus apóstoles al Huerto de los Olivos, llamado de Getsemaní. Empieza la Pasión. La finalidad es su muerte. Pero no la rehúye (Mc 14,36). Ora profundamente. Con lágrimas de sangre. Allí es donde Dios se manifiesta con tanto poder. Y solo Él puede comprenderse a sí mismo. Así que casi todo se convierte en un Misterio Pascual. Todo pudo ser diferente, pero fue como fue. Judas, traicionándolo. Caifás, acusándolo. Y Pilatos, lavándose las manos. Solo hay algo muy claro. Los tres no cambiaron de conducta. Llámese maldad, resentimiento y temor. En ese orden. ¿Y por qué de ello? Simplemente porque Jesús era la verdad que rehuían. Aceptarla era aceptar la amistad de quien quiere hacernos el bien. Y sacarnos del mal.

La muerte de Dios es por amor del hombre que lo rechaza. Ni siquiera fue una muerte digna y compasiva. La muerte en cruz era de por sí sumamente vergonzosa. Fue insultado, humillado y ultrajado. El colmo de la crueldad humana fue hacerlo morir en medio de tanto escarnio público. Pero supo perdonarnos: ‘Padre, perdónales, porque no saben qué hacen’ (Lc 23, 34).

A las tres de la tarde, de un viernes muy santo, grita: ‘Todo está acabado’ e inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 30). En ese mismo instante la Tierra tembló y el Sol se oscureció. Un centurión romano, de esos que no le temen a la verdad, dijo seguidamente: ‘Verdaderamente, éste era Hijo de Dios’ (Mt 27, 54).

Meditar sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo nos puede llevar a Él de diferentes maneras. Depende de nuestra mente y corazón. Pero dejemos que sea Él quien toque las fibras de nuestro interior. Solo así entraremos en esa alegría de su Amor y diremos como señala el Soneto a Cristo crucificado, anónimo y también conocido por su verso inicial ‘No me mueve, mi Dios, para quererte’:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido.

Ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

clavado en una cruz y encarnecido;

muéveme ver tu cuerpo tan herido;

muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera

que, aunque no hubiera cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

ESCRITOR CATÓLICO.

Lo Nuevo
comments powered by Disqus