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- 05/07/2023 00:00
Soledad humana – virtud o defecto
En toda sociedad humana moderna, la soledad fértil, porque además existe la estéril que margina y crea muros, nos hace mirar hacia dentro para medir mejor nuestros sentimientos y valores, como seres humanos sociables. De allí que se le considere la medida perentoria de nuestra alma humana, esa que nos invita y conduce a la felicidad por ser meditada con antelación, pues nos hace vivir con más intensidad y sociabilidad.
Para un alma ansiosa de vida, lo cierto es que la soledad deja de ser la experiencia aislada de un individuo, cuando, en la conjunción del amor, esta relación exige un tiempo compartido, tiempo carnal que articula su pasión en compañía, tanto corporal como espiritual, constituyendo así esa perfecta porosidad que existe entre dos seres que se quieren.
Pero esa otra, la marginalidad de la soledad amurallada, con su aire de centinela, nos encierra en nosotros mismos por su dimensión sociopsicológica, sin permitirnos vernos también desde fuera, haciéndola un arrinconamiento estéril y hermético. Esto es importante, porque hay momentos en que vivir es poder hallarnos fuera de nosotros mismo, en dinámico diálogo con otras personas o con nuestro contorno, o sea, con nuestro mundo exterior.
Ahora bien, muchas veces el silencio de la soledad nos da no solo oídos para oír, sino asimismo ojos para ver nuestro propio ser interior, dándonos la antedicha medición espiritual de lo que valoramos o sentimos como humanos de las cosas que existen en nuestro mundo circundante.
Esta idea de la soledad, como medio místico o psíquico, a través del cual podemos enfocarnos en nuestra propia percepción íntima, la ha convertido en uno de los dones más exquisitos que cualquier ser humano pueda alcanzar.
Paradójicamente, la soledad como un fin consciente y elevado, virtud humanamente deseable, tiene sus orígenes desde los inicios de la humanidad en un miedo ancestral al aislamiento o como respuesta al tormento de estar solo, precisamente por la urgente necesidad de gozar de la compañía de otros seres humanos, como bien indica el insigne Gregorio Marañón en su obra “Vida e Historia”.
Esta necesidad o dependencia emocional de acompañamiento nos lleva, como en un círculo virtuoso o rueda del tiempo, a la vida en común y al núcleo de la vida familiar conformado por parejas, consecuencia inevitable de la antes mencionada conjunción del amor, con la cual superamos ese miedo y ese tormento, convirtiéndolo precisamente en un sentimiento contrario: el del gusto virtuoso por la soledad y el silencio.
Tal vez por eso, nuestras culturas han creado un sistema de metáforas y símbolos, cual códigos de signos, para transmitir nuestras percepciones más íntimas, muy bien aprovechado por artistas y escritores en sus expresiones creativas.
Solo ver “Las pinturas negras” de Goya, con su encarnación de imágenes cargadas de pesimismo y espacios irreales, pintadas con paleta de colores negros, ocres, grises, tierra y rojos, que seguramente representan el lado oscuro de la soledad. Son pinturas con ausencia de luz, expresivas de esa decadencia física del pintor en su vejez, convertida en soledad.
Desde ese punto de vista, el arte ya sea visual, sonoro o escrito, hace de la soledad un lenguaje de milagrosa concordia: un rito amoroso y solitario de contemplación, audición o lectura que se convierte en virtud.
Pero al mismo tiempo, ese lenguaje en solitario, cuando está desposeído de amor, al crear su propia dicotomía, se reduce a defecto, por ser soledad amurallada, estéril y hermética.