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- 03/07/2023 14:13
Telas, inflación y revolución
En el Archivo de Indias, la investigadora Olivera (1981) halló el legajo 714 del año 1569 sobre el pleito entre Albaro Méndez de Castro, sevillano, contra Martín Albarez, escondido en Perú o Panamá, por mercaderías impagas (seda de Granada, terciopelo, tafetán, ruan, damasquillo) por valor de mil pesos. Martín se defiende señalando que “solo pudo vender lo que no era común en las Indias”, es decir, la seda, porque había tejidos propios del lugar.
La recesión económica europea de 1620 significó la oportunidad de crecimiento para los textiles producidos localmente en los virreinatos del Perú y de Nueva España. Al desacelerarse las importaciones de telas de Europa y Asia y, al mismo tiempo, mantenerse la demanda de la población latinoamericana, la producción de lana de ovino y algodón fue subiendo hasta 1760 en que alcanzó su auge (Klaren, 2004). A este tipo de producto, señala Terreros (2023), se le denominaba “ropa de la tierra”, “término empleado para distinguir los textiles de producción local de las telas importadas denominadas ‘géneros, mercancías o efectos de Castilla’ procedentes de la Metrópoli”. En el caso particular del Perú, bajo este término se incorporaban también las telas de lana de auquénido como la llama y la vicuña. Sin embargo, la tecnología empleada (los obrajes), la existencia de una economía protocapitalista y la incomprensión de la Metrópoli, impusieron limitaciones y agotaron el modelo de producción.
Después de 1780 y hasta el 1800 -cuando se recupera la producción textil europea y se despunta la británica por efecto de una mejor industria- se repitió la situación previa a 1620. La historiadora Olivera (1981) la describe así “[…] el oro y la plata del Perú pasaron a través de las compras de tejidos, al Viejo Mundo en grandes cantidades pues necesariamente las telas eran de un altísimo costo dadas todas las circunstancias, el costo de manufactura, ganancia de los mercaderes, impuesto de salida desde Sevilla, transporte por mar hasta Panamá, transporte hasta el virreinato del Perú y ganancia de los factores peruanos que tenían que recoger las mercaderías en Panamá en muchos casos”. Ello generó un proceso inflacionario, amén de contrabando, que impactó en el costo de vida en la América española (Hamilton, 1975) sumándose así al conjunto de desencuentros económicos entre las élites latinoamericanas y las de la Península que iban a expresarse en encendidos discursos políticos clamando primero ‘autonomía’ y, luego, ‘independencia’.
Hay que retornar, por un momento, a esa centuria de auge de la producción de telas en el Nuevo Mundo (1660-1760). Según Silva Santisteban (1964), los primeros maestros tejedores llegaron al Perú en 1545 -solo diez años después de la fundación de Lima, capital virreinal- encabezados por Felipe de Segovia Briceño de Valderrábano; si bien los tejedores indígenas tuvieron que adaptarse a las nuevas técnicas de hilado pronto estuvieron en condiciones de producir tejidos finos, tal es el caso de la Audiencia de Quito cuyos productos eran solicitados por Lima, Cuzco, Panamá, Potosí y el Reyno de Guatemala (Ortiz de Tabla, 1977, citado por Olivera, 1981). León (2002) señala que los “obrajes más grandes se encontraban en las provincias de Quito, Conchucos, Cajamarca y Cuzco, y podían emplear hasta cuatrocientos trabajadores” por turno. En la referida centuria, el tema de los colorantes fue de importancia capital; el añil se traía de Guatemala y Honduras, los otros pigmentos procedían de plantas “como algarrobos, cebollas, alubias negras, tréboles, achiote, pino, el palo de campeche para el color marrón y negro, las ramas de molle o palo de tiri para el color amarillo, el palo de Brasil para el pigmento encarnado” (Terreros, 2023) pero el tinte más significativo fue el que procedía de la cochinilla, un insecto del que se extraía tonos escarlata de extraordinaria belleza cuando se teñía la seda o el algodón (Batista & Vicente, 2003). Es más, afirma Terreros (2023), “la comercialización de estos dos excelentes materiales tintóreos (añil y cochinilla) fue monopolizada por Lima hasta que, poco a poco, el contrabando y la creación del virreinato del Río de la Plata (1776) le vedaron ese privilegio”. La seda no logró producirse con la calidad requerida y siguió importándose de Valencia (España) o comprándose de contrabando la seda asiática que entraba por el Reyno de Guatemala. Los mercaderes peruanos y novohispanos la preferían blanca o ‘cruda’ para poder teñirla con los colores del gusto de sus clientes latinoamericanos.
Con el inicio de la dinastía borbónica en el trono español, se impulsó la Real Compañía de Filipinas (1785) que hacía una ruta distinta al Galeón de Manila porque recorría el Índico y el Atlántico lo que incrementó la disponibilidad de seda y que “en ambos virreinatos -el peruano y el novohispano- la moda francesa basada en ese producto revolucionase el vestir y se viesen atuendos similares en reinos tan distantes” (Terreros, 2023). Según Miño (1993) “la veterana y repetida historia de que la producción textil virreinal era local, para autoconsumo y que no pasó de las regiones productoras, debe quedar relegada al olvido” habiéndose probado los nexos entre diferentes jurisdicciones intervirreinales aún después de la crisis económica del 1800. Un vector interesante de estudio ahora que, con ocasión del bicentenario de la batalla de Ayacucho (1824) se abre el espectro de investigación hacia el urbanismo y la moda en las naciones que concluyeron la epopeya independentista en aquel último choque en las Pampas de la Quinua.