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- 01/10/2024 00:00
Trabajemos para revalorizar nuestra historia
A menudo se afirma que la historia la escriben los vencedores, lo que es en gran parte cierto, especialmente bajo regímenes autoritarios o dictatoriales. Es bien conocido cómo en el siglo XX los gobiernos de la Unión Soviética y de China Popular sacaban de sus fotos oficiales a las autoridades caídas en desgracia, manera evidente de pervertir el conocimiento de la historia política de sus inmensos países. Es el tipo de historia practicada por los historiadores oficiales de todas las dictaduras, como las de nazis, fascistas y comunistas europeos y latinoamericanos, para mencionar a los más cercanos, forma inaceptable de propaganda. Esos casos extremos ocultan una selva de omisiones, tergiversaciones e inventos de leyendas históricas, especialmente desde las orillas del poder, pero también por personas o grupos con influencia en los más diversos países y sociedades. Mencionamos algunos ejemplos.
En nuestro caso, advertimos errores en la interpretación histórica del pasado de ya más de cinco siglos, al cometer la grave falta de “anacronismo”, es decir, valorarlo con nuestras medidas actuales, y, peor aún, al inventar mitos, hechos, fenómenos y personajes que son realmente ficticios. El más notable es Rufina Alfaro, presunta heroína del grito de independencia de La Villa de Los Santos en 1821, de quien no existe la más mínima traza documental. Mencionemos, tres siglos antes, el mito de Anayansi, forma amable de situar a mujeres en el centro de una historia más machista.
Otros, en Panamá, pero mucho más numerosos porque distribuidos en todo el planeta sostienen la leyenda de un presunto genocidio de los conquistadores españoles, cuando sabemos que el principal “genocida”, hasta 80 % de las víctimas, ¡fueron las temibles enfermedades importadas sin premeditación, para las cuales los indígenas no tenían inmunidad natural! Además, ignoran que la relativamente rápida conquista por grupos de centenares de españoles con una tecnología bélica primitiva en un ambiente natural desconocido fue resultado de alianzas con millares de indígenas opuestos, mediante terribles guerras internas, a imperios de millones de súbditos y a cacicazgos menores.
Muchos repiten la leyenda negra que por razones geopolíticas inventaron hace siglos los enemigos del Imperio español, primero ingleses, holandeses y franceses, para que reneguemos de nuestro pasado verdadero, asunto de moda ahora entre grupos que quieren derribar estatuas de Cristóbal Colón y también de Vasco Núñez de Balboa. No faltan los que acomodan sus narrativas históricas a su ideología o su militancia política, y otros, hasta gente educada, prefieren la engañosa historia oral y sus afiebradas creaciones hasta para siglos, a las evidencias documentadas, también de culturas indígenas sin escritura. Impostores dicen, entre muchos disparates, que españoles y portugueses cazaban esclavos negros cuando en verdad los compraban a otros africanos, esclavistas primarios, que los cazaban.
Mezclar de mala manera historia y política es una idea perversa. Lo hacen los dictadores incrustados en La Habana, Caracas y Managua. También lo vemos al exigir excusas formales a Felipe VI y al papa Francisco por hechos supuestos o reales ocurridos siglos atrás en una estimable sociedad cristiana y mestiza que reniega así de su pasado más íntimo, personal y espiritual. ¿Será táctica para distraer de falencias de gobiernos contemporáneos? Buscar culpables siglos más tarde de problemas actuales para entretener un público simple, sometido a la “civilización del espectáculo”, parece más demagogia que responsabilidad.
Hay demasiada gente que confunde la ficción literaria con la historia verdadera tratada por profesionales formados. Encontramos medios locales y personajes influyentes que difunden una visión del pasado, hasta del relativamente reciente, realmente falsa, y acuden a “historiadores” incompetentes para apoyar ese despropósito. Entretanto, por amnesia histórica repetimos algunos defectos mayores de la sociedad de la postdictadura militar que la sobrepasa en cuanto a corrupción pública y malos resultados durante el período de la democracia deficiente inaugurada en 1990.
A pesar de que hace ya más de medio siglo hay una generación de historiadores que han publicado monografías sobresalientes sobre diversos temas y períodos de nuestra historia, su trabajo no está suficientemente reflejado en los textos para las escuelas recomendados por el Ministerio de Educación (Meduca). Historiografía producida por los mejores profesionales que los políticos y burócratas incultos no valoran o desconocen. La crisis de las universidades panameñas, situadas en lugares alejados de la excelencia, según las clasificaciones internacionales, también se refleja en los estudios históricos y sus resultados, aunque en algunas encontremos historiadores de gran calidad con obra considerable y muy respetada, así como la de otros científicos sociales. Aplaudimos la publicación reciente de varios libros y memorias sobre la historia política y social de Panamá del siglo XX.
Propongo reforzar la enseñanza de la historia, su amplia difusión interna y externa, y refundar con los mejores historiadores una Academia Panameña de la Historia, hoy inoperante, con sólo dos miembros, para reconocer los estudios serios y valorarlos. Propongo, además, atraer mucho más a educadores y profesionales de todas las disciplinas formados en las primeras universidades del mundo, sin discriminarlos porque sean extranjeros, y renunciar definitivamente a la xenofobia, sentimiento antihistórico que tanto nos empobrece. La próxima reforma constitucional, entre muchas normas necesarias para modernizarnos, debería confirmarlo.
El Ministerio de Cultura podría, en conjunto con el Meduca, trabajar de verdad para impulsar esa presencia de la historia más científica, practicada en Panamá con grandes dificultades, para que sus cultores puedan publicar y difundir ese rico pasado que debe llenarnos de orgullo, a pesar de sus sombras, también repleto de luces. Tarea que debe fortalecer nuestro sentimiento nacional y nuestra pertenencia más universal.