Durante años, la vida en los pueblos se vendió como el hogar de gente fuera de la modernidad. Esa premisa, puso a volar la mente de muchos jóvenes, que soñaban con vivir en la ciudad, como forma de superación frente a sus padres. Ese “ideal”, hizo que los jóvenes salieran en estampida y al llegar a la ciudad enfrentaran la cruda realidad de un lugar duro para vivir, donde la periferia era lo más fácil para acogerlos. Así fue como los bolsones de pobreza fueron bordeando la ciudad y los gobernantes no hicieron nada por resolver este problema, más bien lo acrecentaron, porque permitieron y muchos hasta auparon, las invasiones de tierras, proliferando barriadas sin planificación que luego había que correr a darles los servicios públicos. El problema fue acumulándose y las provincias de Panamá Oeste y Panamá albergan hoy a la mitad de la población del país. El absurdo de no hacer nada nos estalla hoy en la cara, pues, esos bolsones de pobreza, lejos de minimizarse, crecieron con fuerza, porque aquel que -soñando con un mejor futuro- se trasladó a la ciudad, aceptó su nueva y desmejorada vida para no hacer el ridículo frente a sus familiares. Sin embargo, la crisis por el coronavirus hace necesario el retorno al campo y las autoridades deben facilitar ese regreso. Los pueblos deben ser dotados de los servicios públicos, hospitales, escuelas de primer nivel, internet de gran velocidad, etc. Hay que facilitar ese retorno de mucha gente que quiere volver, pero, al mismo tiempo, ofreciendo a los que nunca han salido los servicios públicos que necesitan para seguir viviendo en sus pueblos, que es donde tienen la verdadera felicidad. El retorno al campo equilibraría ese desajuste social que tiene la ciudad. ¡Así de simple!

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