El índice de Confianza del Consumidor Panameño (ICCP) se situó en 70 puntos en junio pasado, con una caída de 22 unidades respecto a enero de este año,...
- 15/12/2009 01:00
No había manera de detener su cabeza. Llevaba tres días sin dormir y los pensamientos se encadenaban a toda velocidad. Como si fueran fotos, un caleidoscopio animado y terrorífico que se veía obligado a contener. La psicosis de no saber en que momento los norteamericanos iban a entrar por la puerta de ese apartamento minúsculo en Campo Lindbergh para matarlo. Cada ruido extraño podía significar el final.
Rebelándose ante la desesperación de su fuga inmóvil, imaginaba diferentes maneras de cruzar hacia el interior para llegar a Chiriquí donde todavía el Cuartel de David se encontraba intacto al mando de Luis Del Cid, uno de sus hombres de mayor confianza, que estaba procesado junto a él por narcotráfico en Estados Unidos. Desde allí marcharían a las montañas para inaugurar un foco guerrillero. Conocía esa geografía como pocos. En el 68 había sido el encargado de perseguir y exterminar a las guerrillas arnulfistas que habían tomado las armas para resistir el golpe de Torrijos.
Pasaba de imaginarse encabezando una resistencia heroica a reconstruir la caída de Hitler, cuya historia había estudiado en profundidad. Recordó la toma de Berlín y las fiestas en la Cancillería durante el bombardeo aliado. Lo imaginó encerrado en su bunker moviendo ejércitos imaginarios. El suicidio era una posibilidad en la que no creía pero tampoco descartaba. Una muerte en acción, quizá, podía convertirlo en un mártir de las luchas centroamericanas. Pero no estaba dispuesto a perder la vida para ganar la historia.
Llevaba tres días allí, encerrado, desde que el 20 por la tarde llegaran desde la casa de los Krupnik en San Francisco luego de pasar la larga noche del 20 moviéndose de un lado para otro por la afueras de la ciudad. Sólo seguían a su lado el Capitán Iván Castillo, jefe de su custodia, y Ulises Rodríguez, esposo de su secretaria, Marcela Tasón. Eran dos personas muy diferentes. Castillo, con el paso de las horas, se fue refugiando en sí mismo y casi no hablaba. Rodríguez demostraba una naturaleza mucho más optimista. Canturreaba en voz baja y desarrollaba planes de fuga insólitos. El encierro y la incertidumbre alimentaban su imaginación. Consultó a Noriega sobre una posibilidad concreta de fuga. El General escuchó.
- Tengo un amigo travesti que es un mago con los disfraces. Puedo llamarlo para que venga hacia aquí y lo vista de mujer. Así podríamos intentar romper el cerco americano, dijo-.
- Claro, avísale, así nos denuncia…- lo calló de una vez.
Recibieron un llamado que los puso extrañamente de buen humor. En la ciudad, las Fuerzas de Defensa seguían realizando pequeñas acciones armadas que, aunque no eran muy efectivas, si conseguían cierta resonancia en los medios. La noche anterior, el 22 de diciembre, habían lanzado un ataque sobre Quarry Heights.
Se realizó con armas que estaban escondidas en el Instituto Nacional, varios lanzacohetes RPG7 y una batería de morteros. Soldados panameños esperaron el anochecer y montaron dos bases de lanzamiento. Una en el patio del Instituto y otra en la puerta de la Pizzería Napoli. A pesar de no causar bajas, tan solo pequeños daños, el ataque impresionó a los cronistas extranjeros que estaban durmiendo allí. Llevaban varios días en una guerra pero, confinados en las bases, no habían podido captar imágenes de acción. Las cadenas norteamericanas reprodujeron la noticia de inmediato. Esa fue la última operación de ataque coordinado que conocerían las Fuerzas de Defensa de Panamá.
Noriega se alegró por un momento. Le comentó a Rodríguez que aquello era un símbolo: él mismo había estudiado en el Instituto Nacional.
Sólo Marcela Tasón tenía línea directa con el General. Ella triangulaba los contactos con sus hombres, les pedía un número de teléfono y recién entonces Noriega llamaba. Pero cada vez eran menos los que estaban dispuestos a ayudarlo.
Noriega llamó a Mario Rognoni, que seguía en su oficina en Obarrio. Rognoni le comunicó que en la casa de Fito Duque los jerarcas del PRD evaluaban emitir un comunicado llamando a los panameños a deponer las armas. Querían evitar un mayor derramamiento de sangre. Era el anuncio de la rendición.
- No, nada de eso, hay que esperar la resolución de la ONU. Vete para la casa de Fito y diles que esperen-, lo increpó Noriega. Rognoni cumplió la orden y el PRD se quedó quieto.
Los líderes latinoamericanos y de la Unión Soviética habían condenado abiertamente la invasión. En Europa, la única que ofreció su apoyo incondicional a Estados Unidos fue Margaret Thatcher, primera ministra británica, a la que Bush había telefoneado durante la noche del 20.
En la ONU las reuniones se sucedían a contrarreloj aunque pasarían varios días hasta que lograran consensuar una resolución.
El Comando Sur emitió un comunicado con las primeras cifras oficiales sobre las víctimas: 21 soldados y 2 civiles norteamericanos , 127 oficiales de las Fuerzas de Defensa y alrededor de 300 civiles panameños.
El Departamento de Estado ordenó levantar las sanciones económicas contra Panamá. También enviaron al frente dos mil hombres más, que incluían cientos de asesores civiles para apuntalar a Guillermo Endara y sus dos vice presidente. Al fin y al cabo, el nuevo gobierno, sólo se componía de tres hombres.
Acordaron la formación de una Policía que reemplazaría a las Fuerzas de Defensa siguiendo el modelo de Costa Rica. Conscientes de que una fuerza completamente nueva les llevaría meses de trabajo y de entrenamiento, decidieron reclutar a los oficiales de menor rango de las fuerzas extintas. La única condición era no tener vínculos directos con Noriega. No fueron aceptados ninguno de los coroneles, 15 de los 17 tenientes coroneles, el 30% de los mayores y capitanes y el 10% de tenientes y subtenientes. Hacia el día 23 ya habían recibido más de tres mil inscripciones y a los pocos meses la nueva fuerza llegaría a sumar más de 10 mil hombres.
Un equipo especial de entrenamiento para investigaciones criminales llegó al istmo con el fin de “democratizar” a los postulantes que venían de la fuerza de Noriega. Se dieron cuenta que podría llevarles años sacarles las viejas costumbres: no seguían procedimientos, no leían derechos, no quedaba claro el estatus judicial del demorado y las condiciones de detención eran espantosas. La democracia panameña tendría que ir corrigiendo estos problemas con el tiempo. Pero ahora enfrentaban problemas más urgentes.
Pusieron en marcha un plan para recuperar el arsenal disperso de las Fuerzas de Defensa: “Armas por efectivo”. Prometían no hacer preguntas.
Estados Unidos también despachó hacia Panamá un equipo legal compuesto de fiscales, abogados y jueces, para asesorar en la reorganización judicial del país. La primera misión, realizada junto a funcionarios panameños, fue la de definir la suerte de los cerca de 5000 detenidos que custodiaba el ejército norteamericano -casi el doble de los oficiales de las Fuerzas de Defensa capacitados para combatir-. Para el 30 de enero, los que no tenían cuentas pendientes con la justicia fueron liberados.
Panamá volvía poco a poco a la normalidad. El Comando Sur mandó imprimir 2500 mapas de la ciudad para repartir a las patrullas. Habían decidido realizar un gran despliegue en las ciudades con la esperanza de que su presencia acabara con los saqueos al tiempo que facilitaba la inserción en el campo de la nueva policía.
Mientras cinco mil ciudadanos de 12 países evacuaron Panamá en los primeros tres días luego de la invasión, también aterrizaron más de dos mil corresponsales extranjeros.
En Clayton, el General Marc Cisneros estaba enfrascado en la ofensiva Ma-Bell: intentaba lograr la rendición de los cuarteles de las Fuerzas de Defensa hacia el oeste del país, que aún seguían leales a Noriega y todavía no habían sido atacados.
Para la tarea, Cisneros unió fuerzas con algunos oficiales panameños, como el Capitán Amadis Giménez. En muchos casos bastó un llamado de teléfono para que se aceptaran las condiciones. En otros tenían que presionarlos con la presencia de los AC 130 Spectre que volaban a baja altura anunciando el infierno. Thurman desconfiaba de la operación y pretendía seguir con el plan original que comprendía ataques a esas horas. Pero Cisneros estaba consiguiendo lo que quería: poco a poco, a lo largo de todo el país, uno a uno, los cuarteles fueron anunciando la rendición sin oponer resistencia. Hacia la noche del 22, sólo Del Cid en Chiriquí se mantenía inflexible aunque tampoco se disponía a realizar una contraofensiva ni nada parecido. Estaba acuartelado, esperando.
En la radio, los locutores daban cuenta de los esfuerzos norteamericanos por dar con el refugio de Noriega. Habían atacado Omar en el Recuerdo y la casa de Balbina Herrera donde habían confirmado su presencia durante la madrugada del 20. Decían que le estaban pisando los talones. El rastrillaje se producía casa por casa y su captura, prometían, era inminente.
Noriega escuchaba las noticias y parecía resignado. Llamó a Rognoni otra vez. El periodista estaba acompañado por Toti Urriola y Rubén Murgas, que habían llegado a su oficina luego del ataque a Radio Nacional. Los tres escuchaban desde distintos teléfonos. Noriega parecía mostrar signos de desesperación.
- Ustedes tienen contactos, métanme en alguna embajada- repetía.
Le volvieron a decir que no se podía. Las pocas delegaciones diplomáticas que podrían haberlo aceptado ya estaban rodeadas: Cuba, Nicaragua, Perú. Era imposible.
- ¿Libia?-, preguntó Noriega.
- La de Libia también- contestó Rognoni, que pensó un segundo y agregó:
- Pero hay una posibilidad.
Sebastián Laboa, Nuncio Apostólico en Panamá acababa de regresar al país. Noriega cortó y se cuidó de no relatar la novedad a sus compañeros. Conocía a Laboa desde hacía tiempo y tenía una relación amable con él. Era la única opción que le quedaba. Pero tenía que jugar vivo.