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- 09/02/2020 00:00
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Como aquella tía lejana que vive en el interior y de la que nos acordamos una vez al año -justo cuando se van acercado los carnavales-, la seguridad jurídica parece ser algo a lo que apelan los inversionistas de cuando en cuando, pero con más ahínco cuando las cartas no les favorecen.
Pero la seguridad jurídica es mucho más que eso. Es la garantía de justicia en todos los actos y para todos los actores, y debe incluir también las interacciones entre empresas y Estado.
La seguridad jurídica debe existir y debe respetarse. Es como la democracia, que aunque parezca una ilusión a estas alturas, se acepta como el sistema que mejor hace creer a la mayoría que el poder emana del pueblo.
Pero esa garantía de justicia también corre el peligro de caer como un arma de doble filo si no hay un balance entre las partes, regulación y un sistema transparente y justo para la resolución de conflictos.
Si recordamos licitaciones como la del Hospital del Niño y los hospitales de Metetí y Colón, que llevan más de 10 años tratando de construirse, la seguridad jurídica le ha garantizado a las empresas el derecho de presentar reclamos y recursos que han atrasado la adjudicación, afectando a la población y chocando de frente con la seguridad jurídica del propio Estado -sus pacientes-.
Vale la pena reflexionar sobre el término y entenderlo no solo como una pieza del rompecabezas que cuando se necesita se busca, sino como el marco que sostendrá todas las piezas.
En el Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales (Manuel Osorio, 1992) se define la seguridad jurídica como la condición esencial para la vida y el desenvolvimiento de las Naciones y de los individuos que la integran. La garantía de la aplicación objetiva de la ley, de tal modo que los individuos saben en cada momento cuáles son sus derechos y sus obligaciones, sin que el capricho, la torpeza o la mala voluntad de los gobernantes pueda causarles perjuicio.
A través de instrumentos como la Constitución, leyes, tratados, convenios, y otros acuerdos, las empresas se aprestan a transar con el Estado panameño. Medular en el proceso es la Ley de Contrataciones Públicas, que esta administración prometió reformar para hacer más transparente. Y también para evitar que en el proceso de contratación, el Estado quede como rehén de empresas que participan en las licitaciones, especialmente las de productos sensibles como medicamentos u hospitales.
El presidente Laurentino Cortizo prometió en su plan de gobierno, donde cita la frase 'seguridad jurídica' seis veces, “dar al país una Ley de Contrataciones Públicas que elimine la discrecionalidad de los funcionarios” aceptando que las contrataciones públicas han sido el foco de grandes cuestionamientos “principalmente en los últimos 10 años”. También -en el mismo plan de gobierno- promete 'una cancha nivelada' para inversionistas, que ven barreras en el sistema de justicia poco confiable, una débil institucionalidad, marcos regulatorios poco claros, burocracia excesiva y corrupción.
También existen tratados de protección de inversiones, que resguardan a empresas de países específicos con los que Panamá haya suscrito dicho acuerdo. Hasta 2014, el Ministerio de Comercio e Industrias listaba 21 tratados de este tipo firmados por Panamá con países como Uruguay, Ucrania, Suiza, Suecia, República Dominicana, Qatar, Países Bajos, México, Italia, Francia, Estados Unidos, España, entre otros.
Los mitos que giran frente a la seguridad jurídica se dan por actos públicos que son adjudicados violando las reglas establecidas en la convocatoria o pliegos de condiciones, favoreciendo a una empresa sobre las demás, asegura el jurista Alfonso Franguela, exvicepresidente del Colegio de Abogados de Panamá. Generalmente, añade, es el cuestionamiento crítico empleado por una empresa que pudo ser descalificada, no llenó los estándares exigidos por el Estado, o porque no fue favorecida, o simplemente la invoca buscando impedir que el acto concluya de forma satisfactoria.
Aun así el jurista piensa que sí hay seguridad jurídica en Panamá, de lo contrario “los grandes consorcios y empresas transnacionales no vendrían a invertir aquí”. Y para protegerla, Fraguela explica que debe velarse por el cumplimiento de las actuaciones, basadas en el derecho, la objetividad, imparcialidad y las buenas prácticas, teniendo el Estado la potestad para ejecutar acciones en los tribunales si se dan actuaciones que puedan vulnerar estos derechos.
Hay dos figuras importantes también dentro del esquema: el Tribunal de Contrataciones Públicas y la Contraloría General, añade Carlos Herrera, también abogado y quien representó a algunas víctimas en el pasado juicio de los pinchazos contra el expresidente Ricardo Martinelli.
Sobre el mal uso de la figura en cuestión, Herrera piensa que la más llamativa es la equiparación a impunidad que “muchas personas, incluyendo abogados”, a veces le dan a seguridad jurídica; ya que esta significa la imposibilidad de cuestionar o revocar un acto, pero solo y exclusivamente cuando el acto haya emanado de manera correcta, pero “muchas veces se pretende escudar en el mismo concepto un acto que no puede llevar dicha seguridad al haber emanado en violación de la ley”.
Luego -enfatiza Herrera- es un mito que seguridad jurídica sea impunidad. Y admite que muchos citan este concepto cuando quieren escudarse en ese principio para que no se investigue o sancione un acto que se concretó de manera indebida, producto muchas veces de casos de corrupción u otras infracciones de servidores públicos.
En Panamá, la seguridad jurídica también es como un as bajo la manga de los inversionistas. Quienes la citan para que se cumplan los fallos de la Corte Suprema que favorecen a sus clientes, en el caso de abogados, pueden ser los mismos que en otros casos introducen todo tipo de recursos para frenar las decisiones de la Corte, con campañas mediáticas incluidas.
Al final, la seguridad jurídica es un derecho, pero para quien pueda costearlo.