Una pareja de ancianos observa su vivienda dañada en la localidad libanesa de Aita al Shaab, de donde aún continúan desplazados casi dos años después del...

- 27/09/2025 00:00
La pobre mujer hacinó en el balde la ropa recién lavada. Restabatodavía una larga tarea, aunque desde el amanecer, el añil y el agua cuarteaban sus manos. En el fondo oscuro del cuarto, su hijo —un niño de tres meses— comenzó a llorar de manera desesperada, con llanto diferente al de todos los días, súbito, desgarrado, de herida fresca. La mujer acudió alarmada al llamado de su hijo. Adentro todo era oscuro. La cama, las prietas tablas, la negra ropa de luto colgada en la pared. Alzó temblorosa al niño para llevarlo al patio, en donde la luz de la mañana se colaba por las hojas del zinc y el barro quebrado de las viejas paredes. Ahora el niño no respiraba; y como si todo el llanto se hubiera vertido, quedó seco, roja la cara, con las manos tiesas y apretadas junto al pecho.
—¡Dios mío! ¡Se muere mi hijo! —gritó loca de dolor. En los cuartos vecinos el grito fue llenando de nuevos ruidos la madrugada. Comenzaron a salir de los pequeños cuartos un número insospechado de personas, sorprendidas y un poco ajadas; como si hubieran dormido una encima de la otra; grasientas y sucias fichas de un dominó humano extendido de pronto sobre el patio.
—¡Se muere mi hijo! —El grito, cada vez más desgarrador, era una profecía. Los vecinos se acercaron a examinar al niño. En el brazo se veían dos puntos rojos sobre un halo blanquecino. La mujer que atendía a los partos y que parecía la más sabia del grupo, dijo secamente:
—A este niño lo ha picado un alacrán. —Como la madre tendida en el suelo seguía llorando desconsoladamente, se dispuso, entre ellos llevar el niño al hospital. Por el camino comenzó a hincharse tanto, que a su final estaba lleno de manchas rojas que invadían el cuerpo.
Fue cosa dura y dolorosa decirle a la pobre mujer que su hijo había muerto. Tendida en la cama, aniquilada, oyó la noticia que le traían los vecinos. No tenía dinero para el entierro. La bondadosa gente compró una caja sin pintar, de tablas mal ajustadas, por las que se veía el pequeño cuerpo lleno de livideces, con los puñitos agarrotados en el pecho.
Cuando todo hubo terminado, el patio se fue quedando solo, y la mujer se encerró en el cuarto, con una decisión insospechada para su débil naturaleza. Horas después llamaron a la puerta unos hombres de la Sanidad. Luego de interrogar repetidamente a la mujer, procedieron a fumigar el cuarto. Ella, indiferente, los dejó escudriñar por todas las rendijas. Cuando se fueron, quedó en el patio una atmósfera agria de vinagre viejo.
En la tarde se presentó el casero. Los pantalones caídos y la camisa rota, parecía el más pobre de los inquilinos. No perdió tiempo en hablar.
—Señora —dijo, respetuosamente— la Sanidad me amenaza condenar el edificio. Es verdad que la casa es vieja, pero si los vecinos fueran cuidadosos no dejarían que las cañerías se taparan, ni que las cucarachas y alacranes abundaran como ahora. Usted es una mujer sola que no tiene tiempo para estas cosas. Además me debe dos meses de alquiler. Yo sé de un cuarto en el que podría vivir junto a otra persona que está en circunstancias parecidas a las suyas.
La mujer se le quedó mirando idiotizada:
—¿Otra persona...?
—Bueno, está bien —acabó el casero—. Yo me encargo de arreglarlo todo para el otro mes.— Y se fue.
En la noche, decidió terminar la faena inconclusa. La amarillez de un bombillo colgaba en medio del cuarto, como una fruta pasada. En un rincón estaba el otro balde desbordado por la ropa sucia. Hundió la mano, con gesto ritual y mecánico y sintió un alfilerazo, apenas doloroso al principio, después como calcinante llamarada del brazo al corazón. Horrorizada, gritó de nuevo; ahora como una loca, entregada abiertamente a su infortunio.
El nuevo espanto del día produjo consternación. Agrupadas junto al balde las lámparas de kerosene, trataban de adivinar entre los ocultos pliegues al enemigo terrible y desconocido. Nadie se atrevió a tomar una decisión. Algunos sugirieron prender fuego a todo aquello. Al fin se decidió echar agua hirviendo mientras los hombres, con escobas y piedras, esperaban la inminente salida del agresor. Los momentos fueron angustiosos. El pequeño animal se fue agigantando en la imaginación de todos y su negro y encorvado cuerpo se hizo ubicuo habitante del aire y de la sombra, huésped de todos los zapatos, prófugo de las rendijas, para esconderse en el único lugar seguro: el oculto rincón del pensamiento donde vive el miedo a lo desconocido e inevitable.
El balde quedó en medio del patio, intocado, como redondo y plateado ataúd, donde probablemente yacía el cuerpo quemado y retorcido del animal asesino. Aun así, alacranes de jabón trepaban los brazos de las lavanderas.
La mujer, con el brazo paralizado y ardiente, aniquilada por la fatiga y el dolor, decidió acostarse al fin y se fue quedando dormida dulcemente. Soñó con un mundo grato y sereno, en el que la gente hablaba en voz baja. Allá muy lejos, la voz del radio anunciaba los números de la lotería. Extraña alegría, colmada esperanza, seguir adelante sin hacer caso de nada, sintiendo que las aguas muertas del desaliento se avenan por las calles. En la puerta la esperaba la señora, con una sonrisa cordial. Con ella estaba el boticario de la esquina, oloroso a ruibarbo y valeriana, tratando de mirar con una lupa las hojas de una enorme enredadera que tapaba el frontispicio. La señora estaba inusitadamente amable y repetía su nombre “Cristina, Cristina”, por cualquier motivo.
—Cristina —le dijo— yo espero que no me guarde rencor por haberle descontado de su sueldo la camisa que quemó. Usted es una buena mujer y pienso ayudarla.
—Sí —intervino el boticario—, es una buena mujer. Cuando su hijo estaba enfermo, se quedaba sin comer por comprar medicinas. Yo la he ayudado bastante.
Lo único desagradable era la voz de la radio diciendo monótonamente los números de la lotería. Entonces apareció el casero. Venía vestido de limpio, imponente, con el uniforme de los empleados de la Sanidad. La mujer tembló. El casero le dio un beso a la señora y comenzó a repartir fragmentos de una gran tira de billetes de lotería.
—Yo no cobro las aproximaciones. Prefiero regalárselas a mis amigos. —La señora sacó entonces de su seno una cajita y entregándosela a la mujer le dijo:
—Tome Cristina, esto se lo regalo yo.
Era un alacrán de carey con dos esmeraldas por ojos. La mujer lo tomó, sorprendida. Sucedió entonces algo terrible. El alacrán arqueó la cola y echó a caminar sobre su brazo. La mujer, paralizada por el terror, lo vio perderse entre los pliegues de la manga. Despertó bruscamente. Sólo quedaba un nuevo ardor, más intenso que los otros, con su roja huella clara y nítidamente marcada sobre el brazo. Encendió la luz. En su cara había la determinación ciega, casi feroz, de quien hará un acto inaplazable. Armada con un hierro viejo y una piedra que a tientas logró encontrar en la oscuridad del patio, comenzó a levantar paciente, inflexiblemente, las tablas del piso. La amarilla luz temblaba iluminando trágicamente la figura desesperada, que alzaba clavos y partía las astillas bajo la urgencia terrible del encuentro final con el enemigo. La faena fue larga y extenuante. El alba comenzaba a subir por las paredillas. La última tabla crujió bajo el hierro y al fin apareció ante sus ojos el espectáculo ignoto y presentido. Encorvado en un rincón, negro e inmortal como la pobreza, mirándola desafiante y sin moverse, estaba el alacrán. Pegados a su cuerpo buscando amparo, los hijos formaban una oscura flor de tiernos aguijones. Inmóvil con la piedra en alto, la mujer lo contempló durante largo tiempo, en tanto que pasaban por su pensamiento confusas ideas de odio y piedad.
Después, su cara se iluminó, como si la verdad se hubiera mostrado de repente, y dándole la espalda a su enemigo, comenzó a clavar resignadamente las tablas del piso.
Nacionalidad: panameño
Experiencia: Bachiller en Letras del Instituto Nacional. Estudió Medicina en España. Recibió el título de Mayor Médico Militar en 1945. Catedrático en la Universidad de Panamá. Cultivó la literatura, la crítica literaria y el ensayo.
Obras: La muerte de la ópera en la selva (1975).