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- 16/08/2025 00:00
Al entrar en la feria del libro de Panamá el bullicio de enamorados como varios grupos de jóvenes anuncian ruedas de victoria al saborear sendas carimañolas. El grupo del stand de comida es la entrada al mundo de las letras, que solo un paladar desprovisto de gusto no puede reconocer como la rica tradición gastronómica de un país en medio de culturas.
Al entrar al recinto ferial, cada nota envuelta entre escritores es un recuerdo de esos momentos de compartir experiencias; sin embargo, en ese instante, se disuelve ante tan gran momento. Es un espacio para la oferta y venta de libros, y, sobre todo, de pinceladas claras y sencillas que solo reconocen al escritor de plumas escritas con perseverancia.
La labor de edición de libros juega una diáspora entre grupos de lectores maduros y otros a quienes la vida les sonríe con solo sentir el olor de las páginas amarillentas. En medio del caminar entre la muchedumbre de jóvenes, ansiosos por una foto que compartir en redes sociales, se escucha una corneta anunciando los eventos, cargados de pochoclos y buenos momentos vividos en un documental.
Son esas mismas críticas las que reconocen a Panamá como un crisol de etnias y un pueblo cuyo carácter ha forjado su destino como puente del mundo; un oleaje sin fin de buenos bailes y tradiciones que merodean el éxtasis de un buen café y la lectura de un buen par de cartas.
Este escenario ferial se llena de colores al recorrer, con paso calibrado, cada pasillo, solo pensando en buscar una lectura que llene ese vacío en el engranaje de mis aventuras. Al llegar la hora de venta de libros, toca esperar con esos libros llevados en mi bolsa aventurera y dispuestos en esa mesa color marfil, con mucho entusiasmo.
El transcurrir de las horas se vuelve casi nada con un juego de palabras con otros escritores a pesar de la nula venta de libros. Ese ambiente se mejora al escuchar el sonido de una mejorana muy peculiar, la tradición de los pueblos originarios como el palpitar de jóvenes colonenses, ansiosos de esas historias. Es lo que despierta esa esperanza casi doblegada pero que se aviva al contar las historias que sobreviven en mi alma de bardo.
Es una tarde soleada, en la que, junto al calor de hermanos de letras, ese espíritu desciende al umbral de un reloj de madera, elaborado con fino detalle. Un camino que va a la periferia con mucha hambre y que recorre cada pueblo con esa sed de levadura, pero que se sacia con un poco de avena. Es un camino, como autor y emprendedor, difícil, y que, en cada feria del libro, busca mostrar la mejor cara de un columnista, bardo y docente; en aquel camino cosechado solo con perseverancia y con mucha empatía.