Veinticinco para echarla a andar

Actualizado
  • 13/03/2016 01:00
Creado
  • 13/03/2016 01:00
Los muñecos de felpa aprisionados parecían golpear el vidrio que los encarcelaba

La muchedumbre caminaba de un lado para otro en la estación de buses con el calor como única cosa en común. Es culpa de ese maldito Niño del diablo, dijo un señor cuya cara estaba bañada en sudor.

Virgilio llevaba unas revistas y con ellas trataba de refrescarse usándolas como abanico. (De Virgilio he hablado algunas veces, aunque no tantas veces como he hablado de David el poeta.

Virgilio, deben saberlo, también es poeta. Es obvio, entonces, que David y Virgilio se detestan a muerte. Y cuando decimos a muerte no es un simple decir, es que David casi mata a Virgilio una vez y viceversa.

En una ocasión David le tiró una botella de seco en la cabeza a Virgilio y lo mandó al hospital, y todo porque Virgilio dijo que Neruda era mejor que Nicanor Parra.

A David no es que lo impresione mucho la poesía de Parra, pero tomó eso como suficiente justificación para decir que Virgilio era un blasfemo por defender a Neruda y su respuesta fue, pues, la botella de seco en la cabeza de Virgilio.

A Virgilio le cogieron 5 puntos en la mollera, en donde se forma el remolino en ciertas cabecitas infantiles.

Por su puesto que Virgilio no se quedó con esa; una vez iba en el carro que le pidió prestado a Salomón Batahola y casi atropella a David cuando este iba camino a la cantina.

David tuvo que saltar a la cuneta para evitar se arrollado, y al saltar se fracturó el brazo derecho, suceso que obligó a David a llevarse las botellas de cerveza a la boca con la mano izquierda por dos meses. Tragedia. ‘Me saben a corazón sangrado las cervezas', decía David.

Pero, bueno, en fin, eso es tema para otra columna. Seguimos con que Virgilio estaba cogido del calor en la estación de buses).

En las estaciones de buses hay muy poco que ver cuando uno ya se las conoce de arriba abajo, sin embargo ese día a Virgilio le llamó la atención un grupo de personas que rodeaba un artefacto que no alcanzaba a ver, y corrió hacia la pequeña multitud ganándose su tarjeta de asociado al club de los curiosos.

Se abrió paso entre la gente y allí estaba, ahora también parte del público, alrededor de una máquina que encerraba un montón de peluches apilados desordenadamente.

Los muñecos de felpa aprisionados parecían golpear el vidrio que los encarcelaba pidiendo ayuda para salir.

Era necesario depositar una moneda de veinticinco para echarla a andar y así realizar un 911 a los peluchitos.

Un joven trataba de sacar uno para su novia. Los espectadores estaban atentos, la muchacha lo animaba dándole palmadas afectuosas en el hombro mientras él golpeaba la máquina con sonrisa resignada por el fracasado rescate.

Después de tres monedas y cero peluches se marcharon conformes, abrazados, conversando —imaginó Virgilio— cosas de novios. Bien, es mi turno, se dijo Virgilio.

Se paró decidido frente a la máquina, observó con deseo los peluches hermosos elaborados por la inventiva del hombre y, justo cuando iba a introducir una moneda se acordó de un detalle. Sonrió. ¿A quién le iba a obsequiar el peluche?

Virgilio puso la moneda de vuelta en su bolsillo, traspasó la aglomeración con marcha firme y sacó un dólar de su cartera.

En el bar de en frente había cervezas para él.

POETA Y MÚSICO

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