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- 11/04/2010 02:00
Hace unos días estaba en una pequeña ciudad de provincias en España, hojeando el diario provincial, en donde, mayormente se ventilan casos y cosas que afectan directamente a la vida de los que viven en dicha demarcación territorial, del tipo “El alcalde de Moscas de Arriba dice que el ayuntamiento necesita una mano de pintura”, pues bien, como decía estaba yo hojeando dicho periódico cuando ¡cual no sería mi sorpresa¡ me encuentro con un pequeño recuadro fotográfico que atrapa mi atención y me hace reflexionar.
En la pequeña sección titulada “La foto del día” aparece un bichejo más bien feo, anfibio para más señas, sobre una hoja. Pero lo que captó mi atención y provocó esta columna es que en el se explicaba que la foto estaba tomada en el refugio para anfibios en peligro de extinción del Valle de Antón. ¡Olé! De esa sorpresa surgen estas palabras. Para que luego no digan que solo doy palo y que nunca enseño la zanahoria. Quiero enviar desde estas líneas un saludo a esa gente que logra, poco a poco, en silencio y con un buen trabajo, el reconocimiento de todos. A esas personas que no se paran a pensar en si su esfuerzo hará la diferencia o no, si no que actúan según sus principios, sin excusas, sin tonterías.
Hoy en día la venda en los ojos solo la tiene el que quiere, la Tierra está cambiando ante nuestras cámaras, el hielo se derrite, el mar sube, los anfibios se extinguen, llueve cuando no debe, islotes desaparecen y los desiertos avanzan. Es muy fácil mirar para otro lado y pensar que ya debe haber alguien haciendo algo en algún sitio. Es muy fácil pensar que usted es solo una persona y que lo que usted haga no va a tener repercusiones. Es muy fácil, pero no es cierto. Y eso es lo malo, que no es cierto, que nuestros actos sí tienen repercusiones. Que el plato de foam que tiras hoy se junta con el que tiras mañana, el de pasado mañana y con los veinte que tirarás el mes que viene y con todos los que tiran todos los demás y al final se convierten en un monstruoso montón de porquería al que la Naturaleza no puede hincarle el diente.
Al igual que con las tiranías, el idiotismo ecológico es muy fácil, basta con pensar que nosotros solos no podemos hacer nada. Pero los pequeños gestos repetidos se convierten en actos cotidianos, el esfuerzo anónimo termina por dar fruto. Tratar de no usar cientos de cartuchos plásticos cuando se va al supermercado, (si los productos vienen empacados ¿porqué hay que usar un cartucho dentro de otro, y cada cosa luego dentro de sus respectivos cartuchitos, dentro de otros? ¡Es una locura! ¿Se han parado a contar cuantas bolsas plásticas terminan por utilizar de cada vez?), no tirar el aceite usado por las cañerías del fregador, apagar las luces cuando no se utilizan (a propósito, quisiera extender desde aquí una pregunta: ¿Porqué, en nombre de todos los dioses, la gente deja la luz de la cocina encendida toda la noche? ¡¿Porqué?!). Es más fácil abrir la ventanilla y lanzar por allí toda la porquería que tienes dentro del coche que recogerla en un recipiente y botarla luego donde corresponde, ¿verdad? Pero fíjense, luego no se quejen, no se quejen cuando las aguas, que tienen muy buena memoria, vuelvan por sus fueros, y al encontrarse la quebrada por donde solían discurrir llena de todas las porquerías que ustedes han ido arrojando, se desborden. No lloren entonces cuando se les inunde la casa, o su flamante carrazo último modelo se quede varado en medio de la riada, desastre total con el motor inundado. No lloremos entonces sobre la leche derramada.
Y no estoy hablando de esfuerzos sobrehumanos, sino de, precisamente ser humanos, es decir, poner en práctica una de las funciones cerebrales que nos han convertido en lo que somos: el pensar. El actuar habiendo reflexionado. Pero al parecer a muchas personas eso les hace pupa. Es más fácil ser un cerdo descerebrado.