La mujer de rojo

Actualizado
  • 31/03/2018 02:00
Creado
  • 31/03/2018 02:00
n la ventana frente a ellos, algunas gotas rojizas se adhirieron al cristal.

Las cortinas azules se agitaban con suavidad en su dirección, como una invitación para que continuara. La luz hacía extraños reflejos en el suelo; algo afilado, la forma de un pétalo, algunos papeles. Pese a la extrañeza, comprendía que tenía que seguir hablando. Debía soltarlo. Decirlo en voz alta. Sí, fui yo .

—Yo también he amado —La mujer apretó el abrigo contra su estómago. Se inclinó hacia delante y agitó un poco el cigarro entre sus dedos, las cenizas se esparcieron por toda la mesa. Lo regresó a sus labios resecos. Su larga melena rubia brillaba bajo los reflejos del sol.

—¿Cómo fue? —Suspiró y dejó escapar el humo por la boca entre abierta. El vestido rojo era viejo, raído, pero incluso en la marginación, seguía siendo una mujer muy guapa. Sus ojos se seguían mostrando vivos, con una sonrisa coqueta que hacía en cada expresión una invitación.

—No correspondido. Una mujer cómo yo no puede darse el lujo de ser amada.

El hombre frente a ella la observaba. Anotaba en una libreta y miraba la grabadora que estaba puesta en el centro de la mesa. Tenía los hombros anchos, pero no se veía peligroso. Mostraba una extraña impaciencia por saber la historia, por entender lo que iba a contarle. Se ajustó los lentes y preguntó;

—¿Por qué lo cree de esa manera?

Arqueó las cejas delineadas y volvió a esparcir las cenizas. El hombre le acercó un cenicero, ella apenas lo miró. Tenía la mirada perdida en el horizonte gris de la ventana.

—Porque somos de todos y también de nadie.

—Disculpe… ¿Se puede acercar un poco más? No sé si la grabadora está captando todo. —La mujer se levantó, arrastró un poco más la silla hacia delante y volvió a sentarse con las piernas cruzadas, revelando su piel blanca y tacones altos.

—Cómo le decía… El amor no es para alguien como yo. La segunda vez él me dejó una marca.

—¿Una marca? —Se humedeció los labios y lo miró. Por unos instantes se sintió desencajada, como si todo a su alrededor fuera un sueño. Sabía que era real, al menos así lo presentía. Si miraba a su alrededor, las personas parecían sacadas de una extraña película. Un hombre alto detrás del mostrador limpiaba un vaso de cristal desde hace media hora, dos mujeres miraban la ventana impacientes por la espera de una persona, pero nadie se les acercaba. No había mesoneros de un lado a otro, tampoco música para ambientar. No podía percibir olores, ni siquiera el del cigarro. Se sintió perturbada, pero tenía que seguir hablando. Entrecerró los ojos cuando el humo se elevó a la altura de su rostro, dejando varios rasgos desconocidos. Deslizó el pulgar por su mejilla.

—Aquí.

—¿Te golpeó?

—Sí, pero a él le fue peor —Se escuchó el chirrido de una silla, se estaba acomodando. La mujer esbozó una sonrisa ladina; belleza en sus treinta y tantos años —Yo lo golpeé con una silla. Le rajé parte de la cara y también la barbilla... ¿Qué? Él me golpeó primero.

Veía que intentaba mantener la compostura, pero sus ojos reflejaban impaciencia.

—Entonces... ¿Qué pasó después? —Lo observaba, analizaba, pensaba en sus próximas preguntas.

—Me fui.

—¿Se fue?

YOSELIN GONCALVES

Escritora

Nació en la ciudad de Barquisimeto, Venezuela, el 21 de mayo de 1993.

El 2017 culminó su Licenciatua en Publicidad y Mercadeo con énfasis en imagen corporativa en la UIP (Panamá).

La bilogía ‘El acecho de los inmortales libros I y II' fueron publicados en Amazon y otras plataformas digitales, tanto en formato físico como digital, entre 2016 y 2017, y fueron presentados en la FIL Panamá 2017.

Obtuvo una mención de honor en el Concurso Venezolano de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción SOLSTICIOS, por el relato ‘La mujer del lago'.

En 2018 su cuento ‘Te llevo en mis venas' fue finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve Todos somos inmigrantes de México.

—Sí, eso hice —Él suspiró y se inclinó hacia delante. La placa brillaba encima de la mesa, al lado de la grabadora. Ella se quedó mirando aquel detalle. Su rostro apenas mostraba emoción. ¿Acaso le dijo que se había ido? Sí, eso hizo. El nudo en la garganta no le permitió desahogarse. El lugar se oscurecía, como si las nubes taparan de forma repentina la luz del sol.

—¿Cómo se encontraba cuando se fue?

—Desnudo. —Dejó escapar una risita. La miró con seriedad, pero ella seguía revelando una tranquilidad incomprensible debido a la situación. La rubia supo en ese instante que no contaría el final de la historia. Tuvo miedo, quería salir corriendo. Había sido una mala idea. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo llegué a esta cafetería?

—Necesito una mejor explicación.

—Él me besó en los labios antes de irme. Metió algunos billetes en mi chaqueta y satisfecha me fui. Me sonrío antes de cruzar la calle y perderme en la oscuridad.

Él asintió y apagó la grabadora. Ella se levantó y salió del café. Llovía y el agua le empapó todo el cuerpo. Bajó la mirada hacia los tacones, y en ellos vio pequeñas gotas rojizas. Las vio también esparcidas por toda la acera, corriendo hasta deslizarse por la alcantarilla. Su corazón palpitó con fuerza. Sus emociones se quedaron a la espera.

—¿Lo ve? —Balbuceó en dirección a una señora que resguardaba en la esquina.

—¿Qué cosa, señora?

—El agua roja. ¿No la ve...? Mire mis tacones —La señora frunció el ceño, negó con la cabeza y se alejó como si apestara. Al otro lado de la calle, un hombre la miraba. Cuando sus ojos se encontraron, se alejó. Veía los autos, las personas y las calles manchadas de rojo intenso. Pestañeó y se pasó la mano por el rostro. Cruzó y siguió al hombre que la estuvo mirando. Espera, necesito verte, no puedes ser real. Se sentía aturdida. Todo a su alrededor empezó a desencajar, como en la cafetería. El cielo se teñía del mismo color y ella temblaba mientras se apresuraba por las calles borrosas.

Mientras más caminaba, aquel sujeto más se alejaba. La intensidad de la lluvia apenas le permitía mover su cuerpo, chorreaba agua roja. Miraba a su alrededor y parecía que nadie estaba consciente de lo que sucedía. Las personas sonreían y chocaban contra ella como si fuera invisible. Se sentía como en una vieja comedia. Temblaba de pies a cabeza, el frío se le coló dentro de la ropa interior. Sus rostros salpicados de gotas rojizas. Sonreían, con sus dientes manchados de rojo. El viento la agitaba, el hombre apenas se veía. La lluvia seguía cayendo.

Al cruzar, el extraño hombre se detuvo. Sus anchos hombros se veían caídos, tenía la ropa sucia. Se giró para mirarla de nuevo. Un tajo de piel le faltaba en la mejilla, parte de su ojo tenía rastros de vidrios de cristal, también tenía uno incrustado en el cuello. En el pecho tenía una inmensa mancha azul y verde.

—Estás hermosa esta noche —Ahogó un grito en su garganta. Él se acercó un poco, ella dio un paso hacia atrás. El agua seguía corriendo, en las paredes de la tienda frente a ellos, por todo el cuerpo de aquel hombre. —Ven, somos uno solo. ¿Lo olvidas? Pero no podías decirle que estábamos juntos.

—Yo te maté, ¿no? —Quiso correr, pero sus piernas no obedecían. Él soltó una risita baja. Se le cayó un tajo de carne en los pies. La rubia se echó hacia atrás. Quiso vomitar pero tenía la garganta cerrada. Le daba vueltas la cabeza.

—No eres real.

—Tú tampoco.

—¡Estoy aquí! —El hombre se acercó de nuevo y la apuntó con el dedo. Bajó la mirada hacia donde señalaba. Le costaba dar pasos, respirar, ver. Se tocó el pecho y miró su mano manchada de sangre. Se quemaba por dentro. Fuego, estoy ardiendo .

—¿Eres real? —le preguntó él con una sonrisa sangrienta. Otro pedazo de piel cayó.

Entonces gritó con todas sus fuerzas. Fue un grito desgarrador, estremecedor, un grito que la hizo explotar.

La habitación se encontraba caliente por el calor, el sol entraba con intensidad por las cortinas abiertas. La luz iluminó una cocina en perfecto orden, pero con una sala revuelta de objetos tirados por todas partes. Desde los cuadros caídos, las sillas en el suelo, hasta la comida esparcida. El detective se ajustó los lentes y se inclinó para mirar la escena. Pétalos de rosas cerca de la ventana rompían el panorama.

—¿Era su esposa?

—No. Solo una prostituta.

—El paramédico dijo que tenía signos vitales hasta hace media hora.

‘Bajó la mirada hacia los tacones, y en ellos vio pequeñas gotas rojizas. Las vio también esparcidas por toda la acera, corriendo hasta deslizarse por la alcantarilla. Su corazón palpitó con fuerza'

El detective bajó la mirada cerca de la mesa, donde dos cuerpos reposaban como amantes de lucha. Ella, con los brazos extendidos, los ojos cerrados, la mejilla con varios rasguños, el cabello salpicado de sangre. En el pecho tenía el agujero de la bala. El vestido rojo se pegaba a su cuerpo, raído, sucio. El hombre junto a ella tenía el rostro demacrado, con cristales incrustados en su cuello. Extendía un brazo en dirección a ella, como si estuviera pidiéndole ayuda o señalando algo.

—Era muy hermosa para sus treinta y tantos años. —le dijo su ayudante.

En la ventana frente a ellos, algunas gotas rojizas se adhirieron al cristal.

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