• 01/11/2020 00:00

Las tres

Cuando asimilas la imposibilidad de evitar la muerte, cuando la aceptas como parte de una tríada indivisible y la recibes como condición 'sine qua non' para la vida, el miedo desaparece

Hay tres a las que temían tanto los dioses como los hombres. Tres eran tres, o una que era triple, como la Santísima Trinidad. Una trinidad que decidía sobre la vida y la muerte de los humanos. Y sobre el destino de todos los dioses. Las decisiones de estas tres eran inapelables y definitivas. Ni el dios supremo podía evadir aquello que ellas decretaban.

Las Parcas, las Moiras, las Nornas. Cloto, Láquesis y Átropos. O Nona, Décima y Morta. O bien Urðr, Verðandi y Skuld. Tejiendo lana negra con hilo de oro. Hilando, urdiendo, cortando. Decidiendo quién, cómo y cuándo muere, impertérritas e impasibles.

Las diosas de la vida y de la muerte, en su caverna primordial, útero primigenio de donde todo surge y adonde todos regresamos, llorando y retorciéndonos, intentando evitar lo inevitable. La muerte es el fin de la vida. Al nacer empezamos a morir y, que lo aceptemos o no, a Átropos le importa entre cero y menos tres en su escala de #Cosasqueaunadiosadeldestinoleimportanunamierda. Los seres humanos somos egoístas por naturaleza y ególatras por convicción. Nuestro egoísmo se aferra a los afectos y les exigimos que no se nos vayan.

Yo, que en mi vida que tenido que llorar a muchos amigos, soy la primera en haberles prohibido a todos los que me importan que se mueran antes de que yo me vaya; y se lo digo muy en serio, a pesar de que sé que, en realidad, y como escribió Francisco Canaro, “Ante el Destino nadie la talla”. Así que me resigno y solo cruzo los dedos para ver si ese gesto de magia blanca hace que Décima siga hilando nuestras hebras muchos años más.

Hoy, en medio de un miedo a morir que ha enloquecido a media humanidad, Panamá se prepara para celebrar mañana el Día de los Difuntos. Apiñarse en los cementerios para plantarse delante del lugar donde reposan los restos de aquellos que ya no están con la esperanza ¿de qué? Si crees en un Cielo, o en un Infierno sus almas estarán allí donde les corresponde según la cantidad y la calidad de sus pecados en vida y, por lo menos de uno de esos dos lugares, no van a poder salir para venir a saludar.

Si no crees en eso, y piensas que las ánimas de los que amaste pueden cruzar el umbral en el cambio de año, superar las barreras entre los mundos y acercarse a los que los añoran, ¿qué importancia tiene para ellas desplazarse a un sitio o a otro? ¿Crees que tu ser querido no va a saber llegar a tu casa?

Y si no crees en nada de eso, ¿qué necesidad hay de ir a que te vean parado delante de un pudridero donde se está descomponiendo algo que ya no es aquello que amaste?

Cuando asimilas la imposibilidad de evitar la muerte, cuando la aceptas como parte de una tríada indivisible y la recibes como condición sine qua non para la vida, el miedo desaparece. La muerte entonces no es más que aquello que te toca pasar después de la farra, una resaca monumental. Pero nadie en su sano juicio se pasa la noche pensando en el dolor de cabeza que va a tener a la mañana siguiente. Solo pedimos la del arranque y cantamos a voz en grito:

“Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,/Barra querida de aquellos tiempos./ Me toca a mí hoy emprender la retirada,/ Debo alejarme de mi buena muchachada./ Adiós, muchachos. Ya me voy y me resigno.../ Contra el Destino nadie la talla...”

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