- 04/04/2021 00:00
Vida
Hoy es Domingo de Resurrección. Ió. Ió. Ió. ¡Evohé!
Hoy celebramos la vida que retoña. Los brotes verdes. La flor del cerezo. Los almendros cubriendo de nieve los valles. Hoy celebramos que el dios que estaba muerto ha salido del inframundo. Que la cueva ha dado a luz a la Luz.
Me gustan los dioses que ríen. Me gustan los dioses que beben vino y comen con sus amigos. Me gustan los dioses que permiten a las mujeres de moral despistada que les masajeen los pies con perfume de nardo guardado en frascos de alabastro.
Me gustan los dioses que saben lo que es morir, que saben del miedo y de la angustia de saberte solo. Me gustan los dioses con coraje para empuñar una espada, o un látigo y los que tienen estallidos de cólera absurda maldiciendo a seres indefensos e inocentes por cualquier capricho divino. Me gusta que sean tan parecidos a nosotros. O nosotros a ellos.
En Semana Santa, en mi casa se prepara limonada (de la de León, de la que juma), se derrama licor en el suelo por aquellos que se nos adelantaron al banquete de los ancestros durante el año, se bebe hasta entonar cantos regionales y se prende una vela por los que han perdido el camino.
Poemas y silencio en Jueves Santo. Gritos y alabanzas en el Domingo de Pascua.
Hoy es día de júbilo. El dios ha resucitado. Envolvámoslo en hiedra y montando en un asno hagámoslo entrar de nuevo en nuestra vida.
Porque yo creo en los dioses, pero no creo en los que dicen creer en ellos.
No les creo ni una sola palabra. No creo en los sepulcros blanqueados, en los escribas y los fariseos, en los judas.
En aquellos que se dan de codazos y empujones por pasar a la primera fila de los templos, no creo en aquellos que toman el nombre de dios en vano usándolo de nombre, participio y verbo. Masticándolo en cada frase, degradándolo con el uso y el abuso.
No me creo en las bendiciones a diestra y siniestra, por activa y por pasiva. No me creo ni un poquito esas bendiciones dichas entre dientes y con la boca pequeña, no las quiero, no las necesito. Quédenselas, farsantes que creen tener a su dios agarrado por las partes pudendas, úsenlas con aquellos que, como ustedes, escupen veneno porque no saben amar.
No creo en la fe del que tira la piedra y esconde la mano, del que se indigna por sus hijos, pero es indiferente al dolor del hijo ajeno. No creo en la fe del que solo ayuda si puede mostrarlo al mundo y si es en lo escondido, en lugar de donar, mete la mano en el cepillo de las viudas y los huérfanos.
Mi dios es mío. Lo devoro cuando me emborracho, cuando reparto mi pan y cuando repito en voz baja, en lo escondido de mi cuarto “No soy digna de que entres a mi casa, pero una palabra tuya bastará para salvarme”.
Mi dios es un borracho, rebelde, malencarado y pelilargo. Salvaje como el onagro, dulce como la miel de las abejas silvestres y peligroso como un toro de lidia. Y los negocios entre mi dios y yo no necesitan un cura aspergiendo agua bendita desde un helicóptero, ni un pastor de borregos soplando un shofar hasta quedarse sin aliento.
Porque mi dios es mi hermano, si todos somos dioses, yo obedezco la palabra de dios adorando a mi hermano, cuidando a los que lo necesitan. Todos somos dioses, dice el salmo, palabra de un dios.