El barrio de Chualluma en Bolivia, es único en la ciudad de La Paz ya que todas sus paredes están pintadas de colores que resaltan los rostros de las cholas,...
- 23/11/2024 00:00
- 22/11/2024 18:56
Los vi. Iban subiendo, aceleradamente, la larga pared que les permitía llegar al otro lado, al de la salvación; a ese otro mundo del cual tanto les habían hablado. Decían que era mejor que donde vivían; donde habían nacido y crecido por muchos años.
Sentía que las balas que sonaban, intensamente de ambos lados, lo rozaban. Debían apurarse. Había visto caer a varios de sus compañeros heridos y algunos muertos. Era necesario subir, rápidamente, antes de que alguna bala lo alcanzara.
Del otro lado, muchas voces conocidas les aupaban para que cruzaran.
-¡Vengan que los esperamos, apúrense! Gritaban.
Él iba, porque le habían dicho que, ese otro mundo, era mejor que el que habitaba. Acá había escasez y miseria, además, no había vuelta atrás, había que irse.
Los dos eran viejos amigos desde la infancia. No importaba si los ojos de él eran verdes y los suyos negros. No importaba que la piel de él fuera blanca que ni el sol opacaba, y la de él negra, sí, como la noche, en donde resplandecían sus ojos como dos grandes estrellas.
Siempre trabajaban, reían, compartían juntos. Él le había enseñado todo lo que sabía para que aprendiera a sobrevivir. Había sido un brillante alumno y su fiel y querido amigo.
Estaban en medio de una gran guerra, que llegó de improviso: no avisó. Habían vivido pobres, y muy tranquilos. Pero, ahora, todavía no sabía por qué, lo único que los salvaría sería subir el muro. Cruzar al otro lado. Sostuvo firmemente a su amigo para que no se cayera y pudiera llegar a la cima y cruzar. Juntos querían llegar a la tierra prometida.
Escuchó cómo, del otro lado, muchos brazos ayudaban a su compañero y lo hacían bajar rápidamente. Logró oír los aplausos y gritos con que fue recibido cuando llegó, lo que lo hizo sentir bien. Pensó que le iría igual.
-Ahora, voy yo, se dijo. Seguro que me esperan.
Solitario y afanoso, trató de subir por las rocosas grietas. Pero, la pared era muy alta y difícil. No era fácil. Se quedó varado en la mitad del muro. El silencio del lado era total.
Había observado cómo sus amigos blancos cruzaban la alta mole y eran ayudados. Pero a él nadie lo escuchó, del otro lado había indiferencia.
Él sabía construir casas. Lo había hecho por muchos años y enseñado a sus compañeros y a los hijos de sus amigos. Sus habilidades eran diversas, pero, sobre todo, su actitud de docente.
Les había enseñado a sus amigos blancos, casi analfabetas, trabajos y habilidades que podrían hacerles vivir mejor. Se ocupó, también, de que conocieran es alfabeto en sus momentos libres.
Pero, sus ojos eran negros, no verdes. Su piel era oscura y brillante, no blanca. Eso nunca les importó a sus jóvenes aprendices. Lo querían y respetaban y seguían sus enseñanzas. Había que aprender para poder sobrevivir. Y él era un buen maestro, el mejor.
Cansado, rendido y desesperanzado, su cuerpo se deslizó hasta el suelo. Ya no pudo asirse. Sus manos estaban ensangrentadas y junto a él, muchos, de su mismo color de piel, yacían sin poder subir el muro, que era de los otros, de quienes sí podrían ver el nuevo mundo: ¡el blanco, el que soñó Hitler!
Tomado del libro No me extraña tu presencia