El presidente José Raúl Mulino fue el encargado de dar la orden para que la tuneladora “Panamá” comenzará sus operaciones por debajo del Canal de Panamá,...
- 14/06/2024 17:52
- 14/06/2024 17:52
Ayer el derecho de ciudadanía se agotaba en la representatividad. El voto era el instrumento y con él se elegía o se era elegido. Pasados cuatro años volvía el voto a recoger su cetro, aunque fuera también un cetro sin poder. La democracia representativa no exigía rigurosamente el cumplimiento de otros deberes fundamentales. El ciudadano carecía, generalmente, de conciencia social; los problemas públicos quedaban al arbitrio de los elegidos y el voto no imponía concierto moral alguno.
En la democracia representativa los actores permanentes eran los políticos quienes, salvo excepciones venerables, tenían categoría de supremos. Eran, los más, dispensadores de todos los servicios y los beneficiarios únicos de las gratitudes, de las reverencias y de un clientelismo cautivo y antidemocrático. Todo se desarrollaba dentro del ámbito del interés privado del político y del elector. El programa social no era siempre lo troncal del discurso político. Las grandes realizaciones gubernamentales dependían de la formación intelectual del mandatario y pocas veces de una planificación estructural y previsora, propia de una política de Estado.
En el año de 1968 el país político no descansaba en una conciencia social. El poder ciudadano era una fuerza latente y por tanto inédita. El abordaje corsario a la nave del Estado, decretado por la CIA y por militares golpistas, desplazó al político y a los partidos del poder, y el mismo sistema democrático formal, imperante, fue sustituido por un régimen totalitario.
En los primeros años de la dictadura militar el vacío partidario fue patente y la representación popular en los órganos del Estado era nula. Todo dependía de la voluntad del comandante en jefe. Al imponerse ese fracaso político conocido con el nombre de Constitución de 1972, la representatividad era una caricatura grotesca de lo que debe ser la relación de poder, de causa a efecto, entre mandante y mandatario.
El modelo totalitario y la ausencia de una militancia partidarista dio inicio, como respuesta, a un sacudimiento interior de la conciencia del ciudadano, con antecedentes o sin antecedentes políticos. Primero, reprobando los abusos del poder, entre ellos los crímenes, las violaciones de los derechos humanos y la apropiación descarada de los tesoros públicos. En esa lucha se estrenó el poder ciudadano, sus actores adquirieron clara noción de sus posibilidades transformadoras y dieron paso, resueltamente, como segunda instancia, a la lucha por la democracia. El ciudadano panameño a lo largo de tantos años de enfrentamiento al poder militar comprendió que la democracia que todos querían era la participativa, en la que podía tener un sitio de responsabilidad como actor.
Al retornar la democracia en 1989 se reinstaló la modalidad representativa y los ciudadanos carecieron fatalmente de liderazgo y de consecuencia con sus propias jornadas cívicas para imponer los cambios estructurales, de carácter institucional, que estatuyera la democracia participativa. Al no hacerse, se produjo la tremenda incongruencia que las fuerzas ciudadanas que coadyuvaron en la gestación de las condiciones necesarias para derrotar a la dictadura no pudieron asumir ni siquiera una cuota de gobernabilidad. Los partidos y los políticos volvieron al ejercicio del mando sin que nadie considerara y valorara las hazañas del poder ciudadano.
El movimiento ciudadano por omisión histórica se replegó en espera de nuevos oficios, tal vez los vinculados a las tareas críticas. El repliegue fue breve y adoptó el nombre internacional de sociedad civil, pero en vez de asumir su propio e inconfundible perfil orgánico de carácter democrático, dio acogida a una corriente antipartidos y antipolíticos, sin detenerse a pensar que esa línea es la de los totalitarios y que, en una democracia, como decía recientemente Lázaro Savater, todos los ciudadanos son políticos. No olvidemos el chusco de Haya de la Torre. Si el hombre es un animal político, decía, si no es político es simplemente lo otro. Lo que se impone, como saldo, es la purificación de los partidos.
En la hora actual, la sociedad civil o el movimiento ciudadano en general debe dirigir sus objetivos a la edificación de una democracia participativa y esa democracia solo se alcanza con un nuevo y vigoroso contenido constitucional, como fruto de una constituyente primaria, que consigne, como derecho y obligación, la participación directa, institucional, del ciudadano socialmente organizado y éticamente fuerte en el funcionamiento del Estado, no al estilo masificado del ágora griego, pero sí semejante a su espíritu consultivo y en esferas específicas. La sociedad civil debe estructurarse democrática y legalmente, como un hecho nacional, desde luego sin la proscripción de los partidos políticos, más en unidad y coordinación permanentes con estos para que se dé un amarre compensatorio –el cubo y el súcubo del que hablaba Enrico Ferri–, de modo que un sector supla las deficiencias del otro hasta lograr el equilibrio que demanda y demandará la conciencia social, pedestal único de la auténtica democracia. Lo expuesto resume la evolución de un sueño inconcluso del poder ciudadano.
Publicado en ‘Testimonio de una época’, volumen II, 20 de diciembre de 2003, págs.150-152