El impacto va más allá de la venta final. Incluye la compra de telas, hilos perlas y otros insumos, creando una cadena de valor que dinamiza la economía...
- 02/11/2025 00:00
La puerta se abre y lo primero que llega no es el olor del arroz ni el de la fritura recién hecha, sino una sensación de casa. De esas casas donde las paredes hablan porque están llenas de objetos: diablo rojos en miniatura, hamacas, palmeras pintadas, artesanías del interior, sombreros pintados y, entre todo eso, peluches que sobrevivieron a la pandemia y se quedaron como guardianes del buen humor. Así es Concolón: un restaurante panameño que decidió contar la historia del país —y la de su dueña— a través de un plato que normalmente se raspa al final de la olla.
“Yo no soy chef”, aclara Sandra Di Giovanni, la dueña de Concolón, como quien quiere poner los créditos en orden. “Yo cocino como se comía en mi casa”, dice, y en esa frase está todo: su madre venezolana que trabajó en comida en Italia, el padre italiano para quien la pasta era un culto, la vida en Venezuela con arepas y cachapas, y luego la mudanza a Panamá, donde el arroz se deja tostar abajo y a eso se le llama concolón. Ese mestizaje terminó siendo un concepto gastronómico, pero empezó siendo, literalmente, la comida familiar.
Antes de llamarse Concolón, el local fue otro. Abrió en 2009 como restaurante italiano y durante diez años se llamó Roma Antigua. Pasta al mediodía, segundo plato, boloñesa hecha “como la hacían en casa”, un aire más europeo. Pero llegó el boom gastronómico, abrieron cientos de locales en un año, la clientela empezó a probar otras propuestas y ella sintió esa alarma que sienten los cocineros que viven del mediodía: o te reinventas o te vuelves invisible. Cerró unos meses, respiró, miró las paredes de mármol travertino que no quería botar y tomó una decisión: volver al origen, pero desde Panamá.
No quería hacer “un restaurante venezolano” a secas. Tampoco quería renunciar al italianismo de su infancia. Y, a la vez, estaba muy atravesada por lo panameño. Así nació Concolón: un menú criollo-fusión donde conviven el arroz meloso de pulpo con un corazón tostado, la lasaña de plátano, las carimañolas, los patacones montañosos, el tamal preñado con hoja ahumada “a lo venezolano”, pizzas para honrar las raíces italianas y, por supuesto, el plato insignia: el concolón que se sirve como un pabellón criollo reimaginado, con carne mechada, frijoles y el arroz tostado en el centro, como si fuera el tesoro.
La experiencia empieza por las entradas, que Sandra trabaja como si quisiera despertar los cinco sentidos de una vez. La tortilla de maíz nuevo llega caliente, con olor a nixtamal recién salido del fogón, cubierta de queso que se derrite y unos pimentones rojos que le dan un golpecito de picor. Al morderla cruje suave, deja el maíz dulce en la lengua y el queso abraza el sabor. Luego aparece la cachanga —una especie de prima panameño-venezolana de la cachapa— hecha también a base de maíz, un poquito más dulce, con abundante queso encima. Ese juego dulce-salado es parte de la firma del restaurante: nada es plano, todo tiene un contrapunto.
Pero el plato que mejor explica la personalidad del lugar es el arroz meloso de pulpo con concolón. Visualmente ya seduce: un arroz húmedo, casi risotto, con trocitos de vegetales y mariscos, coronado en el centro por una rueda dorada de arroz tostado. Cuando se rompe ese círculo crujiente, aparece el pulpo: tierno en el centro, ligeramente tostado en los bordes, como si hubiese pasado por dos temperaturas. El arroz está “mojadito”, pero no pastoso; tiene un final cítrico, un toque de limón que limpia el paladar y te prepara para el siguiente bocado. Es un plato que suena —porque el concolón cruje—, huele —a mar y sofrito— y se ve —porque el contraste de texturas es evidente—. Es cocina pensada para que el turista diga “esto es Panamá”, pero también para que el panameño reconozca el recurso de raspar la olla.
La lasaña de plátano es otro hallazgo. Capas de plátano muy maduro, de esos que huelen dulce apenas entran a la cocina, intercaladas con queso y una boloñesa hecha “a la italiana”, como insiste Sandra. El resultado no es un pastel de chucho ni una lasaña de la abuela venezolana: es una fusión caribe-mediterránea donde el plátano carameliza de forma natural y el queso lo contiene. Es un plato cálido, goloso, perfecto para la clientela extranjera que llega buscando “algo típico” sin saber muy bien qué es típico en un país tan atravesado por migraciones.
Porque hay un dato clave: hoy, el 90% de los comensales de Concolón son turistas. Antes, cuando la zona bancaria estaba llena y las oficinas no habían pasado a teletrabajo, el mediodía era de panameños. Pero después de la pandemia muchas oficinas no reabrieron y la callecita donde está ubicado el restaurante dejó de tener paso constante. Sandra se apoyó entonces en Google, Tripadvisor y en los buenos reviews para traer extranjeros. Y como muchos de los que llegan son estadounidenses o europeos, el menú se amplió con pork belly para compartir, costillas grandes, macarrones con langosta y otras opciones más internacionales, sin que eso borrara las raíces del concepto.
El ambiente ayuda. Concolón no es un local frío. Es acogedor, casi hogareño. Hay artesanías compradas a señores del interior, hay una mesa de souvenirs con molas y bolsos típicos, hay columnas romanas convertidas en palmeras para reconciliar la etapa “Roma Antigua” con la etapa “Panamá tropical”. Y están los peluches. Durante la pandemia los usó como separadores para evitar los acrílicos feos y al final se quedaron: los clientes se encariñaron. Hoy son parte del storytelling del lugar: aquí se come rico, pero también se juega.
En una de las áreas del restaurante hay un guiño a la memoria panameña: un espacio dedicado a Roberto “Mano de Piedra” Durán, el campeón del que el país entero habla con orgullo. Es un recordatorio de que Concolón, aunque lo maneje una mujer con acento venezolano e infancia italiana, es, sobre todo, un restaurante de Panamá y para Panamá. Por eso también la decoración con diablitos, por eso los autobuses tipo diablo rojo, por eso las hamacas. Es una manera de decirle al turista: “esto es lo que somos”; y al panameño: “aquí también hay lugar para ti”.
La bebida que se sienta en la mesa sigue esa lógica de frescura y juego: una piña colada sin alcohol servida dentro de una piña real. Fría, cremosa, con pedacitos de fruta que se quedan en la boca. Es visualmente llamativa —perfecta para la foto— y al mismo tiempo refrescante para el clima de ciudad. Para el cierre, dos postres: pie de maracuyá y tres leches de café. El primero llega frío, con crema batida, y tiene ese equilibrio perfecto entre el dulzor y la acidez de la fruta. El segundo es pura indulgencia: un bizcocho empapado, con sabor a café suave, nada amargo, que se deshace al entrar en la boca.
Más allá de la carta, lo que hace diferente a Concolón es su honestidad. Sandra lo dice sin pretensiones: aquí no cocina una chef de escuela francesa; aquí cocina una mujer que heredó el saber de su madre, que vivió en Venezuela, que tiene papá italiano, que se panameñizó y que ahora cocina para turistas que se bajan del avión y quieren probar “algo local”. Y, aun así, en su cocina hay método: prueba, quita, vuelve a poner, adapta un tamal para que recuerde a una hallaca, saca el arroz con pollo del menú porque al extranjero le confunde que el pollo esté desmechado, agrega sides porque hay gente que solo quiere picar. Es una cocina que escucha.
Quizá por eso el nombre —que venía de la idea de un amigo que soñaba con un canal de televisión en Colón— terminó cobrando tanto sentido. Concolón es lo que queda, lo que se rescata, lo que nadie bota porque ahí está el sabor. Es también lo que se arma cuando hay gente y bulla: se armó el concolón. Y es, finalmente, la metáfora perfecta de este restaurante: una mezcla de capas —panameña, venezolana, italiana, turística— tostada abajo, crujiente, imposible de ignorar.