- 21/12/2025 00:00
En esta edición de Facetas, entrevistamos a Adrienne Samos, reconocida local, regional e internacionalmente como crítica de arte, curadora, periodista y fue editora del importante semanario, Talingo, que marcó la formación de lectores panameños en artes, un trabajo premiado nacional e internacionalmente, y a Humberto Vélez, artista visual, curador y educador, de larga trayectoria, tanto en escenarios nacionales, como internacionales, y es director del Festival de Performance de Panamá (PEPA).
Adrienne: Es la exposición periódica de arte contemporáneo más antigua del mundo. Se creó a fines del siglo XIX. Así de vieja es. Y fue la que inventó el modelo que copiaron casi todas las bienales que vinieron después. Surgió en esos años en que los países se volvían locos organizando gigantes exposiciones universales para presumirle al mundo lo increíble que eran: sus materias primas, su industria, sus máquinas, su cultura...
En Panamá, el gobierno bajo el presidente Belisario Porras también montó una de esas exposiciones en 1916. Hasta construyó un barrio entero para ese histórico encuentro internacional. El barrio se llama precisamente La Exposición y, pese al abandono del Estado, sigue ostentando el mejor trazado de la ciudad. El nacionalismo triunfalista de “miren qué potencias somos” es justo lo que marcó el estilo de Venecia, con sus flamantes pabellones nacionales en el área de los Giardini [Jardines].
Hoy, tener o alquilar un pabellón propio es un acto de soft power. Naciones pequeñas lo usan como carta de presentación internacional. Y los países poderosos y ricos, para reforzar su liderazgo cultural. Hay gente que critica este formato porque huele a ultranacionalismo e impone fronteras en vez de quitarlas. Por eso Documenta y un montón de bienales se fueron por otro lado, sin pabellones nacionales.
En cuanto al gran premio, un León de Oro cambia carreras y otorga un inmenso prestigio no solo al artista o al curador, sino al país que representa. Por eso se la llama en ocasiones “la Olimpiada del arte” o “el campeonato mundial del arte contemporáneo”. Conseguir un pabellón permanente en los Giardini es como entrar en la ONU del arte. Menos de treinta países tienen pabellones.
El resto alquila espacios dispersos por la ciudad en cada edición. Desde fines del siglo pasado se organiza una exposición central curada por un director o directora invitada y se presenta en dos sedes: el pabellón central de los Giardini y el inmenso Arsenale (el antiguo complejo naval). En ambas se muestra la “visión global” de la curadora o el curador, quien elige a los artistas y sus obras sin importar su nacionalidad.
Durante los siete meses de apertura pasan cientos de miles de visitantes. De hecho, la semana de apertura coincide con el pico de la temporada de ferias y subastas: coleccionistas, directores de museos y galeristas hacen su gran gira. Venecia vive de la Bienal, sobre todo en sus formatos de arte, arquitectura y cine. Son los eventos que más dinero dejan a la ciudad. De lejos.
En resumen, esta bienal es muchísimo más que una serie de exposiciones. Es un escenario donde se mezclan arte de vanguardia, diplomacia cultural, turismo de lujo y mercado global. Como dijo el crítico Hal Foster, “la Biennale sigue siendo el mejor curso intensivo de arte contemporáneo”. Para un país, tener un excelente pabellón allí es una de las formas más visibles de decirle al mundo: “Aquí estamos y esto es lo que somos capaces de imaginar y ofrecer”.
Adrienne: Bueno, para empezar, Documenta no es una bienal. Es quinquenal y abre al público apenas cien días. Este ciclo más largo de gestación, por un lado, y de duración más corta, por el otro, le da un carácter de acontecimiento extraordinario, casi ritual; muy distinto al flujo constante de las bienales. Se concibe como un vasto laboratorio crítico y teórico que ocurre cada cinco años, con una poderosa visión curatorial y sin la lógica de la representación nacional.
Otra diferencia fundamental es la estructura curatorial. Un comité de expertos elige a un único director artístico o a un colectivo reducido, al que se le otorga una libertad casi absoluta para plantear una visión poderosa y coherente. En Venecia, un comité también elige al director artístico, pero el centenar de pabellones nacionales, más un montón de proyectos privados, le dan al evento un carácter mucho más atomizado y discordante. Su origen histórico también marca una diferencia de espíritu.
Documenta nació durante la posguerra en la ciudad alemana de Kassel como un acto de reparación cultural tras el nazismo: reintroducir el arte moderno y contemporáneo que se había prohibido y perseguido. Siempre ha conservado un fuerte componente teórico, crítico y pedagógico. El uso del espacio y la relación con la ciudad también son distintos a Venecia. Documenta convierte toda Kassel en escenario: fábricas abandonadas, parques, estaciones de tren, incluso casas particulares.
En ocasiones, también ha incorporado sedes satélites en otras partes del mundo. Otra diferencia clave es la relación con el mercado del arte. En Kassel, el mercado brilla por su ausencia. Los galeristas bromean con que en Documenta “no se vende ni un dibujo”. Esto refuerza su imagen de laboratorio crítico y espacio de pensamiento, más que de consumo. Por eso muchos dicen que Venecia es donde se ve arte y Kassel es donde se piensa el arte. Es una exageración, por supuesto, pero arroja luz sobre el espíritu de uno y otro modelo.
Adrienne: Respondiste tu primera pregunta con la segunda: el método más sano no puede ser otro que discutir estos temas culturales de forma “transparente y pública para el beneficio del país”. Sin embargo, gobierno tras gobierno, queda demostrado que el Estado panameño no tiene el menor interés en hacerlo.
En el ámbito cultural, las autoridades rara vez convocan a diálogos abiertos o acuden a ellos. En consecuencia, la tendencia es promover una visión cursi y acartonada del arte, por completo desligada de las prácticas e ideas contemporáneas. La misión del arte contemporáneo es tratar de forjar y “leer” testimonios críticos, turbadores, inéditos de las ausencias, discontinuidades, violencias y fracturas que marcan las crisis en nuestra sociedad.
Testimonios atravesados por una imaginación radical, por varios tiempos, por tradiciones, por la diversidad, por el humor y el sinsentido, por el placer, por bellezas extrañas que pueblan la cotidianidad, por gestos y afectos que cuidan la dignidad de lo vulnerable. Algo así.
Humberto: La construcción participativa e inclusiva del Estado panameño a través de la cultura y la educación ha sido, hasta ahora, un proyecto fallido. En distintos momentos de nuestra historia ha habido intentos bien intencionados, y diría populistas en un sentido complejo y ambiguo del término. Por ejemplo, en la década de 1940 con el movimiento integrado por jóvenes de capas medias, llamado Frente Patriótico de la Juventud. Y, treinta años más tarde, con funcionarios del régimen militar de Omar Torrijos.
Ninguno alcanzó logros duraderos porque la mayoría de las políticas culturales y educativas tuvieron que doblegarse a los intereses de los grupos gobernantes. Para estos, la cultura era en esencia parte de una estrategia para frivolizar y convalidar a nivel institucional sus valores conservadores y hasta retrógrados.
Para que la representación de Panamá en la Bienal de Venecia y en otras plataformas internacionales tenga credibilidad y verdadera eficacia, hay que convocar un foro especial con los agentes culturales del país. Debe ser abierto, amplio, transparente, horizontal. Con fiscalizadores independientes y de MiCultura, que rindan cuentas.
Este foro –que podría cobrar distintos formatos: reuniones periódicas o alternar la participación de distintos agentes, presenciales o virtuales, etc.– debe marcar la ruta y el sentido de lo que significa una verdadera representación nacional en cualquier evento cultural, proveyendo además talleres y otros procesos de formación, participación y tomas de conciencia. Ir formulando una especie de constituyente de las artes, según el modelo del proyecto político que dice promover el actual gobierno.
Humberto: Nuestro país está pasando una crisis económica, social y moral. En lo que se refiere a la cultura, existen enormes expectativas por parte de los artistas, asociaciones, fundaciones y comunidades del país. Se anhela que las artes y la cultura sean un motor de crecimiento no solo económico, sino también comunitario, pedagógico, ético y espiritual. Las constantes controversias legales y mediáticas causadas por la corrupción política heredada o renovada, incrementan la incertidumbre y el desasosiego popular. Es importante reconocer los logros de MiCultura.
Los más emblemáticos son la Ciudad de las Artes en la capital y el Centro de Arte y Cultura en Colón: nuevos e importantes focos de encuentro, formación y entusiasmo colectivo, sobre todo entre la juventud.
Pero, como dije la semana pasada en mi página El Visitante, en La Estrella de Panamá, que titulé ‘El dilema de la cultura panameña en 2025 (I Parte)’, la excesiva burocracia y la pobre rendición de cuentas socavan su credibilidad. Me preocupa el deterioro de las redes de solidaridad en Panamá y el consecuente peligro de caer en la deshumanización.
El actual sistema de producción y consumo de un arte sin profundidad crítica nos transforma en meros clientes y carne de cañón cultural. La educación y el diálogo son los antídotos y las bases de un verdadero proyecto de nación inspirado en las artes y la cultura. Eso lo reconocieron algunos de los fundadores de la república panameña cuando decidieron que el primer edificio monumental sería el Teatro Nacional. Por ese lado comenzamos bien. ¿Qué nos pasó? Ya sería hora de retomar ese camino.