Desde el otro lado de las fauces (parte 1)

Actualizado
  • 20/07/2014 02:00
Creado
  • 20/07/2014 02:00
El aliento del lobo no es como el del resto de las bestias de la noche. Solo caza presas dignas

Se rompe la burbuja y es la caída tempestuosa. Si tan solo pudiéramos caminar con la ilusión en los pies, sería hermoso hablar con alas en las palabras, sin pensar tanto en el alambre de púas que muchas veces encontramos en el aire. El cielo nos invita, pero dudamos. Somos pájaros desplumados, alacranes sin aguijón. ¿Dónde está el cuerno que alguna vez nos llamó a la guerra? ¿Qué ha sido de la sangre alborotada que nos corría por las venas? ¿Acaso ya no quedan balas que transporten la justicia en grito de pólvora, en batalla?

No estoy listo para la condena, no estoy dispuesto a acostarme en el hoyo de la cobardía. Levantemos la mirada, veamos la pura verdad, la piel todavía da para mucho, el sudor no es frío todavía, es profundo como el lenguaje de la vida, es nocturno, es salado y lleva el coraje de los hombres que no mueren sin agotar el tendón de la esperanza. Rendirse, palabra abominable que las uñas aprenden no muy lejos de la cima. ¿Será cierto que los huesos se ablandan con el tiempo? ¿Tendremos acaso que tragarnos la verdad a entera fuerza de garganta?

Me llega un eco que traspasa las montañas, escucho claramente que lo primero es ponerse en cuatro patas, rascarse la barriga y regresar a los árboles, subir el descenso, soñar que somos expertos de las ramas, preñar a las hembras y continuar en el ojo del huracán.

¿Me reconoces cuando hablo? ¿Recuerdas cuando jugábamos a besar la boca del lobo? Su aliento no era como el del resto de las bestias de la noche. Solo cazaba presas dignas, criaturas preparadas para sonreír a la muerte impuesta por los dientes. De regreso, aún con un pedazo de vida colgando, encendíamos la luz de la vela, observábamos la mesa vacía y nos contábamos historias. En ellas abundaban los finales felices, tortugas voladoras guiándonos con su lentitud hacia un lugar donde todos vivíamos más de cien años. La llama bailaba como las bailarinas que no conocen el cansancio en los brazos de su amado. La soledad vivía acompañada, espantábamos al miedo, no dejábamos que se acercara a nuestra cabaña, a nuestra noche de cuentos. Solo hizo falta que uno de todos pensara que la llama podía extinguirse. El miedo entró sigilosamente y nos tocó uno a uno la cabeza; la bailarina dejó de bailar y los brazos de su amado ya no pudieron sostenerla.

Aprendimos a eludir la vergüenza: manchas en el rostro, modulaciones de la voz, siempre la mano izquierda al forastero. Salimos y nos escondimos en la hierba, intuimos en silencio los misterios que caerían del cielo. Nos decíamos a menudo que amasar los rencores y meter las manos en el lodo eran convenios pegados al pecho; que volver a cerrar la herida era un legado insoslayable. Seguimos escondidos a pesar de la estampida, a pesar de la inundación; no nos importaron ni la hoz ni el trueno. Ninguna bestia se detuvo; nuestros huesos un montón de añicos, migajas para buitres.

MÚSICO Y POETA

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