Dos botellas y una charla de por medio

Actualizado
  • 02/11/2014 01:00
Creado
  • 02/11/2014 01:00
El hombre sentado en la barra finge conversar conmigo. El toma Coca Cola, yo me bajo una pinta

El hombre que desde la adolescencia no hace más que correr para matar el recuerdo, para matar lo ya muerto, se ha sentado junto a mí en la barra de la cantina. Yo he escrito sobre él, usé y tergiversé su historia en una de mis novelas. Nunca le he dirigido la palabra. Ahora es mi oportunidad; sin embargo, no lo hago de inmediato. He escuchado, aunque eso no lo he mencionado en mis textos, que en ocasiones ha reaccionado violentamente ante la gente que ha intentado entablar conversación con él. Sopeso mis movimientos y acciones. Quiero que el hombre se acostumbre a mi cercanía y a la posibilidad de la palabra. Dejo pasar un tiempo prudente. Bebo el último trago de mi cerveza, tomo valor y sin pensarlo más le pregunto si todavía corre. Me ha respondido que sí. Su respuesta ha sido llana y expedita. Me ha hablado sin mirarme, con los ojos fijos en el televisor, las yemas de los dedos apoyados en los flancos de la botella de cola que ha pedido, casi acariciándola, sintiendo, tal vez, el frío del vidrio. Luego me dedica una mirada que dura medio segundo y dice que sigue corriendo pero con menos frecuencia; corre cerca del río y de la montaña que está al lado del potrero de mi tío. Me sorprende que conozca ese dato. Siempre pensé que él, metido en su propio mundo, no tenía tiempo para saber quién era dueño de tal o cual potrero. Al hombre le faltan algunos dientes, y recuerdo aquella anécdota que lo involucra a él en una pelea callejera. Yo bebo mi cerveza y meto los ojos en el libro que he traído conmigo; finjo leer. Él bebe su gaseosa y mira las noticias de última hora. Por un momento pienso que, así como yo finjo leer, él ha fingido hablar conmigo.

Levanto la cabeza y miro la tarde. El sol no está. La noche ya viene. La noche viene lenta. Paso una página, pido otra cerveza y leo un primer párrafo, y justo cuando estoy retomando el hilo de la lectura, dispuesto a abandonar toda esperanza de una conversación profunda y extendida, ya satisfecho con el puñado de palabras que he recibido - que, en efecto, han sido más de las que esperaba - el hombre me dice que corre tres veces por semana, temprano, antes de que salga el sol, que por lo menos una vez al mes decide no tomar el atajo acostumbrado con dirección al río; que, por lo contrario, corre por el camino principal, por lo cual pasa frente a mi patio y puede ver por la ventana (que yo siempre tengo abierta a esas horas) que allí estoy, escribiendo, y que siempre se pregunta qué será lo que yo tanto escribo.

El hombre ha hablado y yo he sentido un extraño escalofrío. Lo he disimulado. Ahora soy yo el que callo. Organizo mis pensamientos, tomo un sorbo de cerveza, miro la televisión, regreso la mirada al párrafo y pretendo leer; me preparo para dar una respuesta. Entonces alzo la mirada y veo que el hombre se ha levantado sin hacer el menor ruido, y que ahora está sentado del otro lado de la barra, mirando la televisión sin poner atención a nada de lo que lo rodea. Se ha llevado la gaseosa con él. El hombre acaricia el vidrio frío.

MÚSICO Y POETA

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