La mala suerte de estar en la misma barra

Actualizado
  • 04/05/2014 02:00
Creado
  • 04/05/2014 02:00
Estoy en un bar. No importa que antro sea, suficiente es saber que es el mismo puto bar de siempre

Como siempre. Este bar es un ‘Maracuyo’ (legendario antro de Las Tablas) capitalino presto para la borrachera y la decadencia correspondientes a todo tipo de gente, para todo ser humano de a pie y no tan de a pie; bar para hijos de Dios (y del diablo, espero), de todos los colores y de casi todas las clases sociales y creencias; negros, blancos, y amarillos; cristianos hipócritas, católicos descarados, musulmanes rebeldes o sinvergüenzas, hindúes alegres y poco me importa y judíos —por qué no— a los que les gusta darse su bien merecido baño de pueblo.

¿Chinos?, he visto pocos, de acuerdo, pero he visto, casi siempre jugando (chingeando) en las maquinitas de apuestas; ¿indígenas?, bueno, indígenas en realidad somos casi todos, incluso gente que reniega de ello, pero si se refieren a personas orgullosamente indios, oriundos de la comarca, debo decir que —para disgusto o gusto del dueño, no lo sé— he visto uno que otro par, siempre retraídos en una esquina, hablando su idioma (que no dialecto, como ellos mismos le llaman, sino idioma puro y duro y digno como cualquier otro).

En fin, un bar panameño. Y entonces, a este bar panameño, como si nada, llegan cuatro señores ataviados de gorras y suéteres que dicen ‘la fuerza de lo nuevo’. Yo no sé lo que signifique eso de ‘la fuerza de lo nuevo’, pero lo de lo que sí me entero, gracias a un borracho que esta sentado a mi derecha, es que estos cuatro señores que acaban de entrar al bar son ex fuerzas de defensa.

En los cuatro televisores plasma distribuidos a lo largo de la pared de fondo, detrás del bar, se transmite el cierre de campaña de uno de los partidos políticos en disputa. La gente aplaude y vitorea. La mayoría, sin embargo, ríe a carcajadas. (Las meseras —esto es importante— son colombianas casi todas; atienden a los comensales y bebedores con la consabida amabilidad y acento colombianos. ¿Por qué menciono a las colombianas? Tal vez porque son lo único puro, sensato —y hermoso, claro— en medio de este grupo de borrachos barrigones y decadentes).

Pero a lo que voy, como diría Álvaro Valderas, mi amigo escritor, chupador (de pintas y ron) y gran filósofo, anarquista frustrado; a lo que voy, decía: Panamá, como todos los países (aunque suene a lavarse las manos) tiene y tendrá el gobierno que se merece. Un señor de piel oscura, más bien indiado, con rasgos de negro caribeño y al que se ve que le gusta la polémica y el sarcasmo, dice: la lucha está entre los tres blanquitos, los tres rabiblancos; el cholo no lleva chance porque además de ser rojo comunista es, pues, ¡qué más!, ¡cholo!, ¡como yo mismo!, je, je, je, de nariz ancha y de piel oscura, que va, ese no va pa’ ningún la’o, compadre, si no pa’ presidente yo, loco; y el otro, el profe, es inteligente, sí, sabe mucho, pero es ateo, que va, nombe, compa, Dios primero y además la familia es hombre y mujer, ¡hombre y mujer! Cállese, viejo ahueva’o, refuta alguien.

Qué podemos esperar de un país en donde la gente cobra hasta por donar sangre, creo que piensa una de las meseras colombianas. ¡Que gane el peor!, grita un sabio. ¡Eso mismo, que gane el peor!, repite otro. Y al final, todos por igual, todos en el bar, lo juro, gritan (gritamos) al unísono: ¡Que gane el peor!

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