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El fin de la ideología: la corrupción como modelo de gobernabilidad
- 26/08/2022 00:00
- 26/08/2022 00:00
Según el último Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, ningún país de América Latina mostró mejoría en los niveles de corrupción durante el último año. Es más, durante los últimos 10 años, solamente Guyana y Paraguay produjeron avances significativos, mientras que países como Chile, Canadá y EE.UU. retrocedieron en materia anticorrupción. Centroamérica, por ejemplo, registró en 2021 sus peores resultados en materia de corrupción y democracia de la última década. A pesar de los estudios científicos, la lucha contra la corrupción parece siempre ser el estandarte de todos los políticos en campaña y durante sus gestiones al mando de instituciones públicas. Desde EE.UU. hasta la Patagonia, prácticamente todos los expresidentes de nuestras naciones se enfrentan a la justicia por casos de corrupción. Estos casos de alto perfil acaparan la atención pública y los ciclos noticiosos. Paralelo al espectáculo, sin embargo, más de un tercio de los latinoamericanos admitieron haber pagado sobornos para disfrutar de servicios públicos en el último año y solo 9% de ellos reportó la extorsión por parte de funcionarios a las autoridades competentes. La realidad cotidiana existe en contraste con los discursos políticos. Aquellos cuyas pasiones ya han sido adormecidas por las hipocresías de los demagogos deben preguntarse: ¿existe justicia o la selectiva persecución de los enemigos del poder?; ¿la corrupción es un cáncer que padece el sistema democrático o acaso es el sistema que hospeda al parásito democrático?; y, finalmente, ¿los latinoamericanos estamos abocados a la resolución del conflicto social o una paz estable sin importar el costo humano?
La clase política en la región entendió una realidad estadística: 7 de cada 10 personas en el hemisferio están dispuestas a salir a protestar en contra de la corrupción. Igualmente, la bonanza económica producto de los altos precios de las mercaderías (commodities) a principios del siglo y tras la crisis económica de 2008, mal acostumbró a la clase política a sostener el poder del Estado a través del clientelismo económico, no en la gobernabilidad democrática y los resultados de la sociedad libre.
De todos los temas que vemos en los ciclos electorales que levantan emociones, la lucha contra la corrupción sobresale por su poder de movilización. Y no hay mejor narrativa política en estos tiempos que alimente el resentimiento social más que castigar en público al poderoso. En la última década hemos visto los juicios públicos en contra de Cristina Fernández de Kirchner, presidente de argentina 2007-2015, Michel Temer, presidente de Brasil 2016-2018, Luis Ignacio Lula Da Silva, presidente de Brasil 2003-2010, Jeanine Añez, presidente de Bolivia 2019-2020, Álvaro Uribe, presidente de Colombia 2002-2010, Rafael Correa, presidente de Ecuador 2007-2017, Antonio Saca, presidente de El Salvador 2004-2009, Álvaro Colom, presidente de Guatemala 2008-2012, Mauricio Funes, presidente de Guatemala 2009-2014, Alejandro Toledo, presidente de Perú 2001-2006, Alan García, presidente de Perú 1985-1990 y 2006-2011, Ricardo Martinelli, presidente de Panamá 2009-2014, entre otros. A pesar de sentencias en la mayoría de estos casos, la corrupción continúa latente y en países como Nicaragua, Guatemala, Honduras, Venezuela y Chile ganó terreno.
El aumento en la percepción de la corrupción en la región ha ido acompañado por el paulatino, pero decisivo, aumento de los presupuestos del Estado y sobre todo el poder del Legislativo vis a vis el presidente. El pasado mes de junio, el congreso de Brasil, por ejemplo, logró obtener $910 millones adicionales de la “partida secreta”, para uso discrecional de los diputados, quienes en buena medida utilizan estos fondos para comprar votos y asegurar la reelección. En Panamá, a pesar de las protestas y la precariedad en los servicios públicos, la Asamblea Nacional aumentó su presupuesto un 39% para 2022, y aprobó el presupuesto más alto de su historia para 2023 ($150 millones para un cuerpo cuya función debería ser solamente legislativa y no ejecutiva).
El poder relativo de los presidentes vis a vis a los legislativos está declinando, en una región famosa por su presidencialismo. En 2018, por ejemplo, Iván Duque prometió poner fin a la famosa mermelada (fondos otorgados a los diputados a través de partidas discrecionales para conseguir favores políticos). Acto seguido, diputados oficialistas saltaron a la oposición. Esta nueva o reforzada dinámica clientelista que emana del Legislativo también ha borrado el elemento ideológico de las coaliciones de partidos en la región y, en la última década, permitido el enjuiciamiento de cinco presidentes y forzado a dos más a renunciar bajo la amenaza de un enjuiciamiento. El clientelismo y vacío ideológico de nuestros cuerpos legislativos además está produciendo candidatos presidenciales cada vez más radicales y alejados del statu quo.
A pesar de toda la algarabía que produce la lucha contra la corrupción en el escenario público, en privado más del 35% de los latinoamericanos admiten pagar sobornos anualmente para recibir algún privilegio relativo en el uso de servicios públicos. En países como México y República Dominicana, hasta un 51% de las personas participa en actos de corrupción. 90 millones de latinoamericanos, esa es la cifra de quienes al ser encuestados admitieron libremente que participan de la corrupción. Podemos imaginar que el número real es mayor. Es más, según el Índice de Corrupción de Transparencia Internacional, los mismos encuestados aseveraron que el 47% de la policía y de los representantes de corregimiento participa en esquemas de corrupción, al igual que un 40% de los jueces. Y, tristemente, un 28% de aquellos que denuncian actos de corrupción sufre de alguna retaliación por parte de instituciones del Estado.
Es decir que nuestras sociedades existen y funcionan con el conocimiento de que la mitad del aparato de seguridad ciudadana es corrupto, que el mecanismo más directo de representación política y resolución de conflictos locales es a través de un grupo de representantes que en un 47% es corrupto, y que la justicia, adulterada por la corrupción, es un privilegio y no un derecho.
La lucha por el poder en América Latina evolucionó en el siglo XXI adornada de discursos políticos en su mayoría de tilde socialista. La justicia social y la lucha contra la corrupción fueron el grito de batalla de los socialistas del siglo XXI y de esta nueva marea rosada de gobiernos de izquierda en la región. La realidad es que cambiamos la dictadura militar o la revolución campesina por una situación de gobernabilidad autoritaria que rutinariamente renueva su legitimidad con elecciones financiadas por la corrupción y el narcotráfico, y que solo favorece a la clase política y económica dominante. El ejemplo más reciente fue la reunión entre Gustavo Petro y Álvaro Uribe el pasado 29 de junio. Petro, un exguerrillero, quien aún no había ganado las elecciones presidenciales, se reunió con Álvaro Uribe, un expresidente que representa la epítome de la militarización de la política en Colombia. El cinismo y la experiencia permiten que imaginemos lo discutido en esa reunión. Tan solo un día antes, y probablemente parte de los acuerdos a puertas cerradas, renunció el general Eduardo Zapateiro, quien era jefe del alto mando militar. No estaría muy alejado de la realidad asumir que Petro y Uribe negociaron la subordinación de los militares a cambio de una tregua judicial a los procesos que se le siguen al expresidente y sus copartidarios que hoy se encuentran en oposición.
Después de dos décadas, el siglo XXI no pareciera haber producido más justicia, sino una herramienta más sofisticada para la persecución selectiva de los enemigos del poder establecido; la lucha contra la corrupción estas dos décadas ha normalizado el privilegio económico por encima de los principios democráticos; y nosotros, los latinoamericanos, cansados y decepcionados, hemos transado y aceptado una paz injusta por encima de la valentía de producir la resolución de un conflicto entre hermanos.