• 15/02/2009 01:00

El sinsentido del ateísmo

Cuando escribí la semana pasada un artículo con el título: “La ciencia no niega a Dios”, no quise referirme, como alguien pareció induci...

Cuando escribí la semana pasada un artículo con el título: “La ciencia no niega a Dios”, no quise referirme, como alguien pareció inducir, que no hubiese científicos ateos. Los hay, como también los hay creyentes, y yo puse varios ejemplos de estos últimos. Lo que quise decir, y creo que muchos lo entendieron, es que si hay científicos creyentes es porque estos no encuentran en la ciencia ningún argumento válido contra la fe. Y no podía ser de otro modo: la ciencia no está hecha para resolver los problemas de Dios y de la eternidad. Estos asuntos tienen —lo dije también— su propia metodología.

Por otra parte, cuando determinados científicos —siempre los menos— niegan a Dios, no lo hacen con argumentos científicos, sino basados en una postulación dogmática. Es además, una opción personal para su vida. Es por decirlo con un oxímoron “una fe atea”.

Es decir, afirmar que Dios no existe es una afirmación de “fe” porque la no-existencia no se prueba nunca. Va contra el sentido común, que nos habla de un Universo ordenado, lógico, coherente en sus líneas fundamentales, y que algunos quieren sin ninguna inteligencia detrás, fruto del puro azar. Va contra el sentido de justicia que exige un Supremo Juez o legislador. Va contra las aspiraciones del corazón, lo que algunos creen una debilidad humana que nos lleva a inventar la existencia de un Creador. Este argumento merece ser enfrentado porque es perfectamente retorcible (un argumento que puede ser retorcido no es válido en lógica). ¿No es precisamente el hecho de que todos los seres humanos tengan aspiraciones en su corazón que no pueden ser saciadas en este mundo, una señal de que debe existir un Ser que nos colme y nos espere en un más allá? Es como hallar radios con antenas y no pensar que las antenas sirven para captar algo real.

¿Qué es más absurdo, que el mal del mundo tenga un sentido que nosotros desconocemos pero no la sabiduría de Dios, o que todos los afanes del hombre y sus realizaciones, sus creaciones materiales e intelectuales, sus actos heroicos o nobles, su amor por su familia, sus sacrificios, su conciencia del orbe, su legado a la humanidad se pierda en el polvo de la nada, tras su muerte, porque no hay eternidad ni Dios que nos aguarde tras esta vida? Y por otra parte, ¿qué gano con negarle que París existe a quien fue a París? Es decir, la experiencia de los místicos, de los santos (que en nuestro siglo ya ha habido muchos) es que conversaron y conversan con Dios. No solo fue la experiencia de Antonio de Padua o Francisco de Asís en el s. XIII, sino del padre Pío de Pietrelcina en el s.XX o de María Romero, la monja salesiana de Nicaragua, en nuestros días también. Por eso, lo que quise decir cuando afirmé que la ruta de la mística está abierta para todos es que Dios no le niega sus gracias a quien lo busca de corazón en la oración, y en las circunstancias de la vida. Y les habla en su interior, o en los acontecimientos, “que se ordenan para su bien” como promete la Escritura.

- El autor es filósofo e historiador. jordi1427@laestrella.com.pa

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