• 28/04/2010 02:00

Intolerancias

Muchos atesoramos principios fundamentales que jamás transaríamos, pero hay intransigencias injustas que a menudo asoman en nuestro diar...

Muchos atesoramos principios fundamentales que jamás transaríamos, pero hay intransigencias injustas que a menudo asoman en nuestro diario acontecer. Apuntan a relaciones generales de convivencia entre personas, a preferencias políticas, al machismo, a inclinaciones sexuales y, en menor grado, al racismo y al fanatismo religioso.

Sería ideal que construyéramos una nación donde todas las personas, por el mero hecho de nuestra condición humana, fuésemos tratadas por igual y donde todas las opiniones fueran expresadas y recibidas por gobernantes y gobernados con el respeto que merecen. No disfrutaremos de ese Nirvana mientras, desde el hogar y la escuela, no cambiemos de actitud en nuestras relaciones personales y políticas.

En el plano general nacional somos intransigentes con el gobierno y, por su lado, el gobierno hasta ahora ha reciprocado mostrándose intransigente con la sociedad civil. Ante acciones gubernamentales que con buen criterio y sana intención han sido advertidas o criticadas, el gobierno reacciona airadamente restando mérito a los reparos sin discriminar entre críticas que persiguen el bien común y aquellas que pueden nacer de ambiciones políticas íntimas de grupos con agendas muy particulares. De otro lado, medidas laudables del gobierno que benefician a la mayoría o a quienes más las necesitan y que, por ello, deberían ser ampliamente respaldadas, son ignoradas o atacadas con una especie de miopía política que a nada bueno conduce.

De igual forma somos intolerantes en muchos aspectos de la vida particular. A diario lo vivimos en el problema de los tranques en las calles con la competencia permanente de conductores privados y comerciales que se insultan por el derecho a la vía, incluso poniendo en peligro la seguridad de los indefensos peatones. Muchos funcionarios encargados de atender a personas de la tercera edad que acuden a reclamar sus prestaciones económicas o médicas de la seguridad social o a recibir los subsidios que en buena hora ha dispuesto el gobierno para los más necesitados, son recibidos con muestras de intolerancia y malos tratos que desconocen el derecho y respeto que merecen los prestatarios y beneficiarios.

Cuando en la campaña pasada el hoy presidente se “calzó los zapatos del pueblo” muchos creyeron interpretar fielmente el mensaje. “Estar en los zapatos” de la otra persona significaría ver las cosas desde su punto de vista, entender sus motivaciones, darle el peso que merece y respetar la opinión ajena aunque discrepe de la propia. Es fácil enunciar el postulado pero es más difícil aceptarlo en la vida real, sobretodo cuando insistimos en mantener nuestra posición frente a razones que pudiesen demostrar nuestro error.

Ese postulado no debe ser relegado como eslogan circunstancial de campaña; debemos conservarlo como filosofía de vida porque la idea de calzarse los zapatos del otro implica una generosidad derivada de la empatía, valor que debemos cultivar.

De otro lado, manifestar opiniones adversas al gobierno o a un particular no involucra asumir funciones impropias ni cogobernar porque, como cuestión de principio, cultura y civismo, la ciudadanía panameña nos confiere el derecho a opinar en todos los aspectos de la vida nacional, sin tener que enfrentar reacciones intransigentes —oficiales o particulares— ni con sabor a desquite. El hogar y la escuela tienen mucha responsabilidad en el cambio que necesitamos para la formación de una nueva generación de ciudadanos tolerantes pero firmes en sus principios irrenunciables.

*Ex diputada de la República.mireyalasso@yahoo.com

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