• 06/07/2010 02:00

El poder en las manos de Martinelli

Ricardo Martinelli ya cruzó el hito de su primer año en el poder. Y deja una conclusión difícil de objetar: este tramo ha transcurrido m...

Ricardo Martinelli ya cruzó el hito de su primer año en el poder. Y deja una conclusión difícil de objetar: este tramo ha transcurrido mejor que lo que de antemano permitía vislumbrar la realidad. Los presagios pesimistas no tenían origen en la nada; influía la dimensión de una crisis de inacción para resolver problemas medulares que nos han cercado por muchos años.

¿Qué sucedió entonces? Dos cosas básicas que enderezaron el rumbo: El presidente apareció dispuesto a ejercer el poder a pleno, reparando en general de igual modo en el fondo que en la forma de cada decisión. Algunas de ellas pudieron haber sido más efectivas, pero todas surgieron del ámbito natural de una administración que es impulsada por un hombre que asume con celos y obsesión su enorme responsabilidad política.

Martinelli cumplió también con el abecé del manual de subsistencia de cualquier dirigente que llega en las condiciones en que llegó él: cada uno de sus movimientos apuntó a ensanchar su base política partidista, lo cual le permitió acortar el espacio opositor. Esa estrategia sirvió para desatar todo lo demás. La percepción pública del Gobierno escaló hasta niveles impensados. Quizás el presidente pueda disponer ahora del crédito en el cual nadie creyó hasta hace poco, a pesar de la histórica y profunda desconfianza que tiene la sociedad en todos los asuntos que atañen a Palacio.

Martinelli ha logrado atravesar el vado inicial de su gestión aferrado a la receta que más conoce y le gusta, que le permitió reinar por más de dos décadas en Importadora Ricamar.

Trata que nada que tenga relación con la política y el poder se escurra de sus manos: vive obsesionado por no perder la delantera pública y, en ese plano, por evitar que alguna decisión suya sea anticipada y malinterpretada por los diarios.

El presidente anda por aquí y por allá. Las resoluciones del poder le absorben todo el tiempo y con mucha discreción navega también las aguas de las relaciones internacionales, aunque con frecuencia también desorienta.

Concede vía libre al vicepresidente, por ejemplo, para que consolide una línea férrea de vendedores de espíritus en sedes diplomáticas. Pero trata con deferencia, que concede a pocos, a los tránsfugas y recién llegados. Pueden incidir la especulación y ciertas pasiones personales, pero el presidente disfruta cada vez que logra incomodar al PRD.

Su estilo de conducción va moldeando sin pausas un gobierno hermético, cuya referencia casi excluyente es él mismo. Ninguna administración anterior —incluyendo a todas las anteriores y posteriores a la dictadura— tuvo un protagonismo público tan bajo del equipo de ministros. En verdad, hay solo un puñado que parece tener vida propia. Vallarino es uno de ellos, con quien el presidente ha afilado su relación desde la época de la campaña electoral. Otro ministro de alta exposición es Mulino, quien responde más que nada a la característica de su cargo, porque su libreto y su iniciativa política están sujetos a la disposición presidencial. Molinar parece asentada en un sube y baja; debutó con bríos con la propuesta de una reforma educativa, luego atenuó su papel y más tarde volvió a la carga contra la dirigencia de maestros. Papadimitriu, convertido en vocero, acostumbra ser quien con más fidelidad y frecuencia comunica las ideas del presidente y las intenciones del Gobierno. Henríquez insiste en negociar acuerdos de libre comercio y dar luz propia a las leyes de fomento comercial. Pero el resto del elenco oficial prefiere desenvolver sus tareas casi en el anonimato.

Tanta sobrecarga de decisiones y compromisos encierra varios riesgos para Martinelli. Que deba estar al mismo tiempo en todos lados y que la vorágine pueda llevarlo, a lo mejor, a no tomar el mejor camino o a no madurar debidamente cada acción. De allí que, sin cuestionar la matriz de decisión presidencial, es más aconsejable una conducta prudente y menos teatral. La moderación debería ser su mejor acompañante.

Por ese horizonte imprevisto podrían despuntar otros de los numerosos frentes de conflicto que le aguardan al Gobierno. Y no sería uno nada más. Al mandatario se le ha olvidado totalmente que es imprescindible no agitar resentimientos en una sociedad que recuerda muy bien los años en que las arcas públicas se devoraban en aras del desarrollo y las buenas intenciones, tiempos en que se legislaba arbitrariamente desde la borrachera del poder. A Martinelli le conviene tomar su respectiva dosis de Dramamine, para evitar los mareos del poder y tratar de distinguir sus viejos amigos de los inoportunos enemigos. Desafortunadamente ahora, cuando está en la esfera del poder, es difícil diferenciar unos de otros.

*EMPRESARIO.

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