• 08/08/2010 02:00

Carga de la prueba

En el reclamo sobre la aplicación de la ley hay muchos vericuetos creados por el Hombre y la costumbre. Es ese camino recto del Derecho,...

En el reclamo sobre la aplicación de la ley hay muchos vericuetos creados por el Hombre y la costumbre. Es ese camino recto del Derecho, que, seguramente, proviene de la irradiación divina y perfecta, pero que se distorsiona con la manipulación de la gente. Si la excelencia es genuina no necesita de reglas que debemos crear para regular cosas que nacen primero, de la exigencia para enderezar entuertos, para emparejar la fuerza o la razón, para alcanzar el equilibrio, o para que cada cual tenga lo que le corresponda. Dicho esto así, parece muy sencillo, pero no lo es.

Debemos probarlo a conveniencia, aun con la cosa cierta. El asunto es que el todo en lo puro, es limpio o natural, pero tampoco en los extremos, lo podemos calificar como impuro, sucio, contaminado, tal vez habrá que diseccionarlo sobre el justo medio para de allí, plantear el juicio de valores, y es aquí donde aparece la Ley como el árbitro, mecida bajo la dirección de un pensamiento cultivado por las reglas para proferir el veredicto que nuestro sistema procesal penal estira a la doble instancia, más los recursos ordinarios y extraordinarios, en una discusión de altura, para recibir dos veces con la sentencia, la respuesta que el régimen legal le ofrece a los particulares.

Esto no quiere decir que con la mencionada saga se pulverizan o desaparecen los inconvenientes, que por cierto abundan en estos menesteres, por aquello de los fantasmas de las imperfecciones, lo que más bien es una lucha de aciertos y constancias sobre lo que deseamos y lo que conseguimos, si la ley es apropiada, y es debidamente analizada y aplicada, sin descontar toda la trayectoria del proceso, con el juicio debido y la legalización apropiada.

Nos vanagloriamos de gozar de ese principio del Debido Proceso, casado con el Principio de Legalidad, para en primera instancia, exigir a la Ley que se cumpla, de acuerdo a lo que está programado en el Código Judicial, sobre los pasos a seguir y a la igualdad de derechos en la discusión particular, sin menoscabar aquellas garantías consagradas en la Constitución, Tratados Internacionales suscritos y nuestra propia Ley: Visto en la práctica, el asunto tiene más ribete moral que legal y ni siquiera gozamos del mecanismo para exigir al paso que se cumpla para la tranquilidad de todos y la salud de la credibilidad de la justicia, que a propósito está por encima de la Ley.

Si somos los ofendidos, tenemos el procedimiento para que de una forma apropiada se pueda derramar nuestra insistencia, en caso contrario y con una contada excepción, es el Estado el que debe probar la acusación, mientas el señalado sospechoso goza de la refulgente aureola del Principio sobre la Presunción de Inocencia, cuyo extremo es el de presumir la culpa, con el agravante de la incomunicación y de la inversión en la carga de la prueba. Esta desviación ha costado mucho sufrimiento, lágrima y vidas. Mientras avanza la impunidad delincuencial, y naufragan y ahogan las conquistas procesales sobre las garantías individuales y los derechos humanos.

En avanzada y al sur de nuestro Continente, la descomunal delincuencia ha hecho retroceder a la autoridad y para atajarlos han creado jueces y testigos sin rostros, amén de otros actos ilegales como sacos de arena en contención. Nosotros heredamos el testigo oculto, una aberración jurídica trasladada al nuevo sistema acusatorio, cuando en su origen ya fue superado, aunque la espiral de violencia no merma.

Tenemos en Panamá una escasa inversión de la carga de la prueba, como en la calumnia e injuria y en el narcotráfico, más las pruebas para demostrar los hechos que se abanderan en los reclamos judiciales. Siempre el acusado espera que el Ministerio Público o el querellante y hasta el juez para condenar al justiciable, accionen y practiquen las pruebas de oficio.

En nuestro medio tenemos enjaulado al 60% de los presos sin condenas, un asunto insólito, pero es una verdad de Perogrullo, como lo patentizó el asturiano mencionado por Francisco Quevedo y Villegas. Y para rematar, nos parece hasta gracioso el inusitado interés mundial por aligerar la población carcelaria con el novedoso implante corporal del brazalete electrónico. Lo que significa que un interno se resta del recinto carcelario, mientras debe permanecer estrictamente en su casa, con ese aparato eslabonado a un satélite o red electrónica, con el que se monitorea al sujeto. Un asunto en que, si lo analizamos ampliamente, hay una transferencia en la carga de la prueba, puesto que la confianza está depositada en la persona sujeta a perder esa bondadosa facilidad, pero para ahorrar, lo mismo se puede lograr con un BlackBerry.

*ABOGADO Y DOCENTE UNIVERSITARIO EN EL RAMO.

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