• 07/08/2017 02:01

Huellas de identidad del alma del escritor

 O sea todo. Pero aún hay otros factores.

En más de un sentido, el estilo de un escritor representa, más que los temas que aborda en sus obras, un conjunto irrenunciable de señas de identidad que lo singularizan como artista, e incluso como persona. Algo así como las huellas digitales del alma misma del creador. Esta afirmación, hecha por un escritor de larga trayectoria en el oficio, quien además se precia de ser un estudioso de la creación literaria, no pretende ser una simple metáfora; aunque también lo sea, por supuesto. A veces las mejores metáforas son las que, cual caballos de Troya, encierran elementos directamente tomados de la realidad, o muy ligados a ella, que en un segundo momento salen a relucir; encarnan en el entendimiento del lector. Pese a la evidente complejidad del asunto, de sus múltiples componentes, trataré de explicar mi aserto.

Salvo en obras pensadas deliberadamente desde el principio para venderse de la mejor forma posible a editores y lectores predispuestos a cierta clase de condicionamientos temáticos, estilísticos y/o emocionales, no cabe duda de que la manera de organizar un texto, es decir su estructura, es junto con los contenidos mismos de la historia uno de sus componentes esenciales. En parte, dicha estructura, que lógicamente tiene que ver con la estrategia de la composición, sin duda contribuye a establecer un determinado estilo de escribir.

Asimismo, elementos menos obvios como saber escoger al narrador o narradores en una obra de ficción, elegir el tono del relato, controlar los puntos de vista desde los cuales se cuenta la historia y acertar en poder mantener la atención del lector mediante el manejo del suspenso en la acción, son tan importantes en la determinación del estilo de un autor de cuentos o novelas como la adecuada selección de las palabras, la forma de redactar las frases y la manera de articular los párrafos. O sea todo. Pero aún hay otros factores.

La actitud de un autor frente a su obra, el grado de involucramiento emocional e intelectual al irla generando, quedan ineludiblemente plasmados en la progresión del acto creativo porque quien escribe va despojándose de una parte importante de su ser en una suerte de trasvase gradual y sutil que, quiérase que no, lo va drenando de energía. Y al hacerlo, esa escritura va tomando una cierta forma, moldeándose poco a poco a imagen y semejanza de la voluntad -racional y a menudo también irracional- de quien la crea. Así, el texto muchas veces termina siendo, en más de un sentido, el alter ego espiritual de su creador; una semblanza intelectual de su potencial artístico, por más que exista en sus entretelas constitutivas una diversidad de elementos literarios aparentemente ajenos a él. Esto, en términos generales.

Sin embargo, también ocurre que cuando el escritor logra distanciarse de manera significativa del texto poniéndolo casi por completo en manos de personajes, situaciones y atmósferas que no necesariamente son réplicas suyas, y que incluso pueden ser del todo opuestos a sus propias convicciones, manera de ser o experiencia, este fenómeno de la homologación de la personalidad del autor con la naturaleza de su obra se disminuye notablemente. Pero, ¿y todo el esfuerzo imaginativo que se puso en la creación de un texto tan alejado de la intimidad o ideario del autor, acaso no encierra precisamente en el logro de su eficaz escritura el más grande mérito artístico de su creador? Por supuesto. Tal logro representa, a mi juicio, un singular valor agregado, y puede considerarse también como un importante rasgo de estilo. Acaso el más destacado de todos.

Si escribir obras literarias es crear mundos alternos o paralelos al que nos alberga; espacios y tiempos que se rigen por sus propias normas y que por tanto son autosuficientes, resulta entonces que hallar la manera más adecuada de irlo haciendo, la mejor forma de plasmación, implica la puesta en práctica de un sinnúmero de conocimientos, habilidades y técnicas cuyo dominio sólo lo proveen el talento y, a veces, la experiencia, y que va más allá de una simple maestría del oficio: hay toda una filosofía en ello, y por tanto una muy particular visión del mundo y del arte, los cuales particularizan cada texto y contribuyen, junto con la excelencia de los contenidos, a hacerlo memorable y, a veces, trascendente.

Y si posteriormente esas obras son estudiadas con detenimiento por los especialistas, su análisis aportará no sólo importantes características humanas y estéticas implícitas en cada una, sino también relevantes afinidades con la personalidad o idiosincrasia de los autores. Aunque no se trata de una labor sencilla, la determinación del estilo, una vez explicitado éste por los conocedores tras el estudio de la amalgama de aristas que puede tener el texto, es uno de los principales factores que permiten o propician tal equiparación, siempre y cuando también se conozca lo suficiente acerca del creador, lo cual no suele ser el caso. De ahí que muchas veces quede sin establecerse la existencia de tales afinidades.

La creación literaria será siempre una búsqueda constante de explicaciones, más que un encuentro coyuntural de respuestas. Porque al escribir no es suficiente copiar la realidad, plasmarla tal cual, con sus obviedades y sus contrasentidos. Eso tiene su mérito, por supuesto; pero sería como tomarle una simple fotografía a las cosas; y si en los hechos hay progresión y cambios, como suele haberlos en la vida, equivaldría a filmarlos. También hace falta hurgar en los resquicios, en las ranuras, en las ocasionales fisuras de la realidad, lo cual implica indagar en lo oscuro, en lo que está oculto.

Y este proceder creativo, que implica indagar y recrear interpretando, muchas veces resulta tan intenso que nos desgarra. Además, hay que hacerlo con imaginación, aplicando los recursos literarios más idóneos, sin que se desmorone la verosimilitud, aunque en el proceso sea necesario salirse por la tangente o buscarle la quinta pata al gato. Porque suele ocurrir que para descifrar los enigmas de la vida es necesario descubrir y luego revelar en la obra creada el hecho de que en alguna parte de la realidad hay gato encerrado.

De la compleja integración de todos estos factores resulta entonces lo que llamamos estilo. Ese que, para despejar las incógnitas de la realidad plasmada en su obra, despliega todo escritor que sea un verdadero artista, casi a pesar de sí mismo. Y tal estilo, forjado por el talento y el trabajo continuo, mucho tiene que ver, por supuesto, con la puesta en escena de sus mejores logros. Por sus frutos los conoceréis.

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