• 26/05/2018 02:01

Velocidad frenética hacia el vacío

‘¿[...] el hombre por llenarse de cosas, muy útiles casi todas, tuvo que desprenderse de lo simple y trascendente en su existencia?'

Cuando Yuri Gagarín viajó por primera vez al espacio en una nave conocida como Vostok, o Estación Este en español, la tierra era aún un jeroglífico compuesto por miles de puntos sin conexión, y sin posibilidad de encuentro.

Era abril de 1961, y estoy segura que no muy lejos de Rusia, la tierra natal del señor Gagarín, los habitantes nómadas de Mongolia no tenían la más mínima idea de que mientras ellos armaban sus gers (tiendas tradicionales) y pastaban felices sus rebaños en las interminables estepas, una nave orbitaba la tierra, buscando el futuro.

Tampoco supieron los indígenas EmberaKatio, residentes de La Granja en Ituango, al noroeste colombiano, que ocho años más tarde, mientras dichosos maquillaban sus rostros con achote, y se ponían sus grandes ‘chindau' (sombrero hecho con palma y cintas, que simula el sol), Neil Armstrong, poblador del mismo continente americano, llegaba a la luna, explorando nuevas alternativas para la humanidad.

Han pasado casi sesenta años de estos acontecimientos, y en este periodo son tan impactantes como difíciles de cuantificar y calificar, los avances tecnológicos desarrollados. Políticos y científicos, escudados en la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la población mundial, han pisoteado códigos éticos, culturas milenarias, recursos naturales y acuerdos entre comunidades, entre otros, con el único propósito de construir artefactos o sistemas que revolucionaran y/o facilitaran el estilo y las condiciones de vida.

Y realmente, lo han logrado. En las últimas décadas, el hombre ha conseguido a través de sus descubrimientos superar muchas de las dificultades y limitaciones a nivel de salud, de producción, de infraestructura, de educación y sobre todo de comunicaciones. Es así que la esperanza de vida ha aumentado, existe un menor índice de analfabetismo, las condiciones y posibilidades de la vivienda y transporte han mejorado, y el impedimento geográfico de conexión entre poblaciones y seres humanos ha sido derrumbado.

Por ello, no sería nada raro en la actualidad lo que hasta hace poco era impensable; que un hombre mongol se comunique, por medio de cualquiera de las mil posibilidades que existen, con un Emberá Katio para explicarle las nuevas técnicas de ingeniería genética usadas en la reproducción de los yaks, y que este último se desahogue, contándole la infinita desolación que siente por tener que abandonar la comarca, por miedo a la violencia de su país en guerra.

Esto sería perfecto si no fuera porque, paradójicamente, el hombre está más solo e inconforme que nunca. A medida que ha avanzado el desarrollo tecnológico, los seres humanos se han encerrado más y más en ellos mismos. El individualismo se posiciona como la perfecta burbuja, donde se esconden miedos, errores y frustraciones, y de la que es casi imposible escapar, no solo por los condicionamientos culturales, sino también por la velocidad frenética de la nueva sociedad que empuja hacía el vacío.

Y puede ser que hayan mejorado las circunstancias, lo externo, lo palpable, lo visible; pero ello no es la singularidad que determina una calidad de vida adecuada. El hombre es un ente dual, donde cuerpo y alma se amalgaman para crear un ser único; pero que, al mismo tiempo, es parte de un entreverado social.

Ya la gente no tiene tiempo para hablar de la lluvia, ni para oler las flores. No tiene espacio para el encuentro y menos para la espera. Las emociones se expresan a través de ‘emoticons' que dicen todo, diciendo nada, Las palabras se agotan por puro olvido y son reemplazadas por millones de fotografías colgadas en Facebook, Instagram o Twitter, imagen de una felicidad perfecta, la mayoría de las veces enmarcada en pura fantasía.

¿Es que acaso el hombre por llenarse de cosas, muy útiles casi todas, tuvo que desprenderse de lo simple y trascendente en su existencia?

Queda entonces la disyuntiva, sí tanta invención valió la pena, o si era mejor cuando los nómadas mongoles pastaban sus rebaños en la estepa, y los Emberá katios se ponían un sombrero-sol sobre las sienes, ajenos a que detrás del horizonte habitaba otro pueblo, que amaba y sufría igual que ellos.

ESTUDIANTE

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